Teatro crítico universal
Discursos varios en todo género de materias,
para desengaño de errores comunes:
Tomo
sexto
Discorso Octavo
Examen filosófico de un peregrino suceso de estos tiempos
§. I
1. El caso, que da materia a este Discurso, es tan extraño, tan exorbitante del
regular orden de las cosas, que no me atrevería a sacarle a la luz en este
Teatro, y constituirme fiador de su verdad, a no hallarle testificado por casi
todos los moradores de una Provincia, de los cuales muchos, que fueron testigos
oculares, y dignos de toda fe, aún viven hoy.
La noticia se difundió algunos
años ha a varias partes de España debajo de la generalidad, que un Mozo, natural
de las Montañas de Burgos, se había arrojado al mar, y vivido en él mucho tiempo,
como pez entre los peces; y confieso, que entonces no le di asenso, de que no
estoy arrepentdio; pues fuera ligereza creer un suceso de tan extraño carácter,
sin más fundamento, que una voz pasajera.
Añadíase, que esto había sido efecto
de una maldición, que sobre dicho Mozo había fulminado su madre; pero esta
circunstancia fue falsamente sobrepuesta a la verdad del suceso, como veremos
después.
2. Despreciada, pues, como una de tantas vulgares patrañas, se quedó para mí
aquella noticia, hasta que, habrá cosa de tres meses, un amigo de mi mayor
veneración, y afecto, me impelió a publicarla en mis Escritos, como digna de la
curiosidad, y admiración del público; asegurándome al mismo tiempo en
algún modo de la realidad de ella, como quien la tenía de dos sujetos, que
habían conocido, y tratado al mencionado Mozo, después de restituido del mar a
su tierra. Pero juntamente me prevenía, que pues me hallaba vecino al País de
donde aquel era natural, solicitase noticias más puntuales, que las que él me
podía comunicar: Para cuyo cumplimiento, mi primera diligencia fue informarme de
algunos Montañeses de distinción, residentes en esta Ciudad, los cuales unámimes
depusieron de la verdad del hecho, como de notoriedad indubitable en su País;
pero en cuanto a las circunstancias, que por la mayor parte ignoraban, me
ofrecieron inquirirlas de personas de su conocimiento, y satisfacción,
naturlales del mismo Territorio, que había sido patria del sujeto de esta
Historia. En efecto lo ejecutaron así, y dentro de pocos días logré una
cabalísima descripción del suceso, remitida por el Señor Marqués de Valbuena,
residente en la Villa de Santander, a diligencia del Señor Don José de la Torre,
dignísimo Ministro de su Majestad en esta Real Audiencia de Asturias, la cual es
como se sigue, copiada al pie de la letra.
3. «En el Lugar de Liérganes, de la Junta de Cudeyo, Arzobispado de Burgos,
distante dos leguas de la Villa de Santander hacia el Sudeste, vivían Francisco
de la Vega, y María del Casar su mujer, vecinos de dicho Lugar, los cuales
tuvieron en su matrimonio cuatro hijos, llamados Don Tomás (que fue Sacerdote),
Francisco, José, y Juan, que vive todavía, de edad de setenta y cuatro años.
4. Viuda dicha María del Casar, envió al referido hijo Francisco a la Villa de
Bilbao a aprender el oficio de Carpintero, de edad de quince años, en cuyo
ejercicio estuvo dos años, hasta que el de 1674, habiendo ido a bañarse la
Víspera de San Juan con otros mozos a la Ría de dicha Villa, observaron éstos se
fue nadando por ella abajo, dejando la ropa con la de los compañeros, y creyendo
volvería, le estuvieron esperando, hasta que la tardanza les hizo creer se
había ahogado, y así lo participaron al Maestro, y éste a su Madre María del
Casar, que lloró por muerto a dicho su hijo Francisco.
5. El año de 1679 se apareció a los Pescadores del mar de Cádiz, nadando sobre
las aguas, y sumergiéndose en ellas a su voluntad, una figura de persona
racional y que queriendo arrimársele, se les desapareció el primer día; pero
dejándose ver de dichos Pescadores el siguiente, y experimentando la misma
figura, y fuga, volvieron a tierra contando la novedad, que habiéndose divulgado,
se aumentaron los deseos de saber lo que fuese, y fatigaron los discursos en
hallar medios para lograrlo; y habiéndose valido de redes que circundasen a lo
largo la figura, que se les presentaba, y de arrojarle pedazos de pan en el agua,
observaron, que los tomaba, y comía, y que en seguimiento de ellos se fua
acercando a uno de los barcos, que con el estrecho del cerco de las redes le
pudo tomar, y traer a tierra; en donde habiendo contemplado éste, que se
consideraba monstruo, le hallaron hombre racional en su formación, y partes;
pero hablándole en diversas lenguas, en ninguna, y a nada respondía, no obstante
haberle conjurado, por si le poseía algún espíritu maligno, en el Convento de
San Francisco donde paró; pero nada bastó por entonces, y de allí a algunos días
pronunció la palabra Liérganes; la que ignorada de los más, explicó un
mozo de dicho Lugar, que se hallaba trabajando en la referida Ciudad de Cádiz,
diciendo era su Lugar, que estaba situado en la parte arriba mencionada; y Don
Domingo de la Cantolla, Secretario de la Suprema Inquisición, era del mismo
lugar; con cuya noticia un sujeto, que le conocía, le escribió el caso; y Don
Domingo le comunicó a sus parientes de Liérganes, por si acaso había sucedido
allí alguna novedad, que se diese la mano con la de Cádiz. Respondiéronle, que
nada había más, que haberse desaparecido en la Ría de Bilbao [276] el hijo de
María del Casar, viuda de Francisco de la Vega, que se llamaba también
Francisco, como su padre; pero que había años le tenían ya por muerto. Todo lo
cual partició Don Domingo a su correspondiente de Cádiz, que lo hizo notorio en
el referido Convento de San Francisco, donde se mantenía.
6. Estaba a la sazón en el expresado Convento de San Francisco un Religioso de
dicha Orden, llamado Fray Juan Rosende, que había venido por aquel tiempo de
Jerusalén, y andaba pidiendo por España limosna para aquellos Santos Lugares; y
enterado de la parte donde caía Liérganes, y familiarizándose al mozo, que había
aparecido en el mar, y discurriendo si acaso fuese de dicho Liérganes, según la
relación de Cantolla, resolvió llevarle consigo en su postulación: que
habiéndola rematado hacia la Costa de Santander, fue al expresado Lugar de
Liérganes el año de 1680; y llegando al monte, que llaman la Dehesa, un cuarto
de legua de dicho Pueblo, le dijo al mozo, que fuese delante guiando, quien lo
ejecutó puntualmente, y fue derecho a la casa de dicha María del Casar; la que
inmediatamente que le vio, le conoció, y abrazó, diciendo: Este es mi hijo
Francisco, que perdí en Bilbao, y los hermanos Sacerdote, y seglar, que
estaban allí, ejecutaron lo mismo con grande regocijo; pero el expresado
Francisco ninguna novedad, ni demostración hizo más que si fuera un tronco.
7. Fr. Juan Rosende dejó este mozo en casa de su madre, en la que estuvo nueve
años con el entendimiento turbado, de manera, que nada le inmutaba, ni tampoco
hablaba más, que algunas veces las voces de tabaco, pan, vino, pero
sin propósito. Si le preguntaban si lo quería, nada respondía; pero si se lo
daban, lo tomaba, y comía con exceso por algunos días, mas después se le pasaban
otros sin tomar alimento.
8. Si alguno le mandaba llevar algún papel de un lugar a otro, de los que sabía
antes de irse, lo hacía con gran puntualidad, dándole al sujeto a quien le
encargaban, y conocía; y traía la respuesta, si se la daban, con cuidado; de
manera, que parece entendía lo que se le decía; pero él por sí nada discurría.
9. En una ocasión, entre otras, que su sujeto de Liérganes le envió a Santander
con papel para otro, siendo preciso pasar la Ría, que tiene más de una legua de
ancho, y para eso embarcarse en el sitio de Pedreña, no hallándo allí barco, se
echó al agua, y salió en el muelle de Santander, donde le vieron muchos mojado,
y el papel que traía en la faldriquera, el que entregó puntualmente al sujeto a
quien venía dirigido; el cual preguntándole, que cómo le había mojado, nada
respondió, y volvió la respuesta a Liérganes con su regular puntualidad.
10. Era de estatura de seis pies, poco más, o menos; corpulencia correspondiente,
y bien formado; el pelo rojo, corto; como si le empezara a nacer; el color
blanco; las uñas tenía gastadas, como si estuvieran comidas de salitre. Andaba
siempre descalzo. Si le daban vestido le ponía; si no, el mismo cuidado tenía de
andar desnudo, que descalzo.
11. Si le daban de comer, tomaba, y comía todo lo que fuese; si no, tampoco lo
pedía: de suerte, que parecía una cosa inanimada para discurrir, y animada para
obedecer, y mudo para hablar, menos las palabras arriba expresadas, que
pronunciaba tal vez, pero sin propósito, ni concierto; lo que puedo asegurar,
por haberle conocido.
12. Cuando era muchacho tenía gran inclinación a pescar, y estar en el Río, que
pasa por dicho Lugar de Liérganes, y era gran nadador. En dicha edad tenía las
potencias regulares.
13. Todo lo que viene referido es la verdad del hecho, según relación de sus
hermanos, el Sacerdote Don Tomás, y Juan, que vive; y todo lo que separe de este
hecho es falso, como lo es el decir que tenía escamas [278] en el cuerpo, y que
este prodigio procedió de una maldición que le echó su madre.
14. En esta disposición se mantuvo en casa de su madre, y en este País el
expresado mozo Francisco de la Vega por espacio de nueve años, poco más, o menos,
y después se desapareció, sin que se haya sabido más de él; aunque dicen, que
poco después le vio en un Puerto de Asturias un hombre de la vecindad de
Liérganes; pero carece de fundamento.»
§. II
15. Hasta aquí la relación remitida por el señor Marqués de Valbuena, la cual
poco después fue confirmada en un todo por Don Gaspar Melchor de la Riba Aguero,
Caballero del Hábito de Santiago, vecino del Lugar de Gajano, distante de
Liérganes cosa de media legua, en respuesta a su yerno Don Diego Antonio de la
Gándara Velarde, residente en esta Ciudad, que también me hizo el favor de
solicitar el informe de aquel Caballero, el cual en su carta firma haber tenido
algunas veces en su casa, y dado de comer al sujeto de esta historia. Así me la
confirmó toda otro Caballero llamado Don Pedro Dionisio de Rubalcaba, natural
del Lugar de Solares, próximo a Liérganes, que también trató muy de intento a
nuestro Nadante; y a éste, en orden a la circunstancia de las escamas, debí la
individuación, de que cuando llegó a Liérganes, tenía algunas sobre el espinazo,
y como una cinta de ellas desde la nuez al estómago; pero a poco tiempo se le
cayeron. Don Gaspar de la Riba dice en su Relación, que en algunas partes del
cuerpo tenía el cutis áspero al modo de lija. Con estas dos últimas advertencia
se concilia el aparente encuentro de las noticias en orden a las escamas. Los
que le vieron en su arribo a Santander, pudieron afirmar con verdad, que las
tenía, porque de hecho las tenía entonces; y los que le vieron después,
afirmaron también con verdad, que no las tenía, porque ya se le habían caído. También algunos equivocarían el cutis áspero de algunas partes de su
cuerpo con piel escamosa.
16. Este prodigioso caso abre campo a algunas curiosas duda, y reflexiones, en
cuya consideración, aunque la principal conjetura, que fundaremos en él,
pertenece en parte a la materia del Discurso pasado, por lo alargarnos mucho en
él, le hemos reservado para formar sobre él distinto Discurso.
§. III
17. Verdaderamente es cosa lastimosa, que nuestro Nadante hombre perdiese el uso
de la razón, no solo mirándolo como fatalidad suya, más también como pérdida
nuestra, y de todos los curiosos; pues si este hombre hubiese conservado el
juicio, y con él la memoria, ¡cuántas noticias, en parte útiles, y en parte
especiosas, nos daría, como fruto de sus marítimas peregrinaciones! ¡Cuántas
cosas, ignoradas hasta ahora de todos los Naturalistas, pertenecientes a la
errante República de los Peces, podríamos saber por él! Él solo podía haber
exactamente averiguado su forma de criar, su modo de vivir, sus pastos, sus
transmigraciones, y las guerras, o alianzas de especies distintas. ¡Qué bien
explorados tendría los lechos de varios Mares, Océano nuevo dentro del mismo
Océano, y fondo sin suelo, respecto de innumerables especulaciones filosóficas,
ya por las plantas, que en él nacen, ya por las materias que en él se juntan, ya
por las inmutaciones que en él reciben, ya por las fuentes, y ríos, que en él
brotan, ya por las cavernas que reciben las mismas aguas marítimas, para
transportarlas a lugares distantísimos, ya por otras mil cosas! Pero lo que más
de cerca pica la curiosidad filosófica, y lo que solo por el mismo hombre podía
saberse, son algunas circunstancias del mismo hecho: cómo se acomodó este hombre
tan repentinamente a un género de vida en todo tan diverso del que en tierra
había tenido: cómo se alimentaba en el Mar: si dormía algunos intervalos: hasta
cuánto tiempo sufría la falta de [280] respiración: cómo se evadía de la
voracidad de algunas bestias marinas, &c.
18. Si tuviésemos alguna seña
positiva de que el caso había sido milagroso, por un camino, aunque no muy real,
muy trillado, evadiríamos todas estas dificultades. Recurrir en los embarazos de
la Filosofía al extraordinario poder de la Deidad, es hacer lo que Alejandro,
cortar con el acero el nudo, que no puede desatar el discurso. La voz, que
corrió por España, de que la infelicidad del pobre Francisco provino de una
maldición de su madre, justificaría dicho recurso si fuese verdadera; pero
aquella voz fue huja de la ignorancia de los límites hasta donde puede
extenderse la naturaleza, y del común prurito de tocar a milagro en todo
extraordinario acontecimiento. Todas las relaciones fidedignas, que con mi
diligenicia, y la de mis Amigos he adquirido, están conformes en que no hubo tal
maldición, ni otra circunstancia alguna por donde pueda colegirse que salió de
los términos de natural el suceso.
§. IV
19. A la verdad las Historias (en cuanto yo he leído) no nos ofrecen caso
parecido al nuestro, exceptuando uno solo, y aun ese no lo es sino en parte.
Este es el de aquel Siciliano, llamado vulgarmente de los suyos Pesce Cola, (esto
es, el Pez Nicolao) de quien dijimos noticia pasajera en el Tomo V, Disc.
6, num. 7, y ahora daremos más cumplida relación, por hacer tanto a nuestro
propósito.
20. Este Nicolao, nacido de padres humildes en la Ciudad de Catania, por
inclinación se dio mucho desde niño al ejercicio de nadar. El ejercicio le
mostró, y al mismo tiempo aumentó la nativa habilidad que tenía para él; y la
habilidad, e inclinación, acompañadas de la pobreza, fácilmente le indujeron a
buscar en las aguas arbitrio para vivir. Hallóle en la pesca de Ostras, y de
Coral. Continuando en esta especie de grangería, se habituó tanto al agua,
que ya vivía algo violento en la tierra. Domesticado con aquel feroz Elemento,
igualmente se recreaba en sus serenidades, que despreicia sus fervores. Con la
misma libertad navegaba el mar inquieto, que tranquilo. Apenas pez alguno con
más osadía penetraba sus profundidos senos, o con más celeridad corría sus
espaciosas campañas. Deidad del piélago le creería la gentílica superstición. Lo
que al principio fue solo deleite, llegó a ser necesidad. El día que no entraba
en el agua, sentía tal angustia, tal fatiga en el pecho, que no podía sosegar.
Servía frecuentemente de Correo marítimo de unos Puertos a otros, o del
Continente a las Islas, haciéndose necesario, cuando el mar estaba proceloso,
que no se atrevían con él los Marineros. Su continuación en cruzar todos
aquellos mares le hizo conocido de cuantos por profesión ejercitaban la Náutica
sobre las costas de Sicilia, y de Nápoles. No se contentaba con las orillas;
comúnmente se engolfaba en mucha altura, donde tal vez pasaba diás enteros.
Cuando veía transitar algún Bajel, aunque fuese a larga distancia, con
velocísimo curso se arrojaba en su seguimiento, hasta abordarle: entraba en él,
comía, y bebía lo que le daban; ofrecíase humana, y cortesanamente a llevar
noticias de los navegantes a cualesquiera Puertos, y lo ejecutaba con
puntualidad. De allí partía a diferentes orillas a noticiar en una a los padres,
en otra a la mujer, e hijos, en otra a los amigos, en otra a los dependientes de
éste, de aquel, y del otro navegante, todo lo que estos le encargaban. Conducía
asimismo cualesquiera cartas, para lo cual andaba prevenido con una bolsa de
cuero bien guarnecida, y ajustada, para que no le mojasen.
21. Así vivía este racional Anfibio, hasta que su desdicha le hizo víctima de
Neptuno, a quien adoraba. El Rey Federico de Nápoles, o por hacer una prueba
relevante de la extraña habilidad de Nicolao, o por una curiosidad filosófica de
saber la disposición del suelo del mar, en el sitio donde está aquel
violentísimo remolino de las aguas, a quien la Antigüedad llamó Caribdis,
situado cerca del Cabo de Faro, le mandó bajar a aquella cavernosa
profundidad. Difucultando Nicolao la ejecución, como quien conocía el monstruoso
tamaño del riesgo, arrojó el Rey en el sitio una copa de oro, diciéndole, que
era suya, como la sacase de aquel abismo. La codicia excitó la audacia. Arrojóse
a la horrorosa profundidad, de donde después de pasados cerca de tres cuartos de
hora (que todo ese tiempo fue menester para buscar la copa en el marítimo
laberinto) salió arriba con ella en la mano. Informó al Rey de la disposición de
aquellas cavernas, y de varios monstruos acuátiles, que se anidaban en ellas; en
que acaso excedería algo de la verdad, estando cierto de que ningún testigo de
vista le había de convencer de la mentira. O fuese que el rey desease relación
más individual de todas las particularidades, o que Federico fuese uno de los
muchos Príncipes, que fastidiados ya de los placeres comunes, solo encuentran
lisonja sensible al gusto, cuando la habilidad del que los divierte viene
sazonada con su peligro, procuró empeñar a Nicolao a nuevo examen, y hallándole
mucho más resitente, que a la primera vez, porque había palpado la enormidad del
riesgo, aún mucho mayor del que antes había concedido, no solo arrojó al agua
otra copa de oro; mas también le mostró una bolsa llena de monedas del mismo
metal, asegurándole, que si recobraba la segunda copa, sería dueño de ella, y
del bolsillo. La desordenada ansia del oro, que para tantos mortales ha sido
fatal, lo fue también para el pobre Nicolao. Resuelto se tiró a la segunda
presa; pero fue para no volver jamás, ni muerto, ni vivo, muerte y sepultura
encontró en una de aquellas intrincadas cavernas, quedando dudoso si se metió
incautamente en alguna estrechez donde no pudo manejarse; o si habiendo
penetrado a algún enredoso seno, no acertó con la salida; o si en fin fue
apresado por alguna de las bestias marinas, que él mismo había dicho habitaban
aquellas grutas.
22. Este suceso concuerda con el nuestro en mucho de lo que éste tiene de
admirable, aunque no en todo. En uno, y otro se ve una violentísima pasión
por la vida acuátil, una fuerza, y habilidad extraordinaria para el ejercicio
del nado; y en fin, la natural maravilla de pasar muchas horas sin el uso de la
respiración. En nuestro caso se añade probablemente la falta de sueño, y
ciertamente la privación de juicio. Discurriremos sobre todos estos capítulos.
§. V
23. El primero apenas ofrece sobre qué dificultar. La pasión por el ejercicio de
nadar, en los que han empezado a practicarle, es comunísima: en algunos
violenta, y mucho más en aquellos que reconocen en sí mismos especial habilidad
para dicho ejercicio:
Illis in ponto jucundum est quaerere pontum,
Corpora qui mergunt undis, ipsumque sub antris
Nerea, & aequoreas conantur visere Nymphas.
Manl. lib. 5
24. Es regla general, que cada uno ejerce con más deleite aquel Arte, para el
cual se siente con más facilidad, y destreza, como ya notamos en otra parte,
citando aquella sentencia de Barclayo: Unumquodque animal, eo in quo
potissimum valet: maxime delectatur. Yo nunca he nadado, ni aprendido a
nadar. Con todo acá se me representa vivamente, que ese ejercicio es sumamente
delectable para los que son ventajosos en él. La razón también lo muestra, pues
siendo una diversión tan arriesgada, no la frecuentarían tanto los hábiles en
ella, si el deleite no fuese mucho.
§. VI
25. La fuerza, y habilidad de nuestros dos Nadadores, aunque extraordinaria, no
tiene mucho de admirable, supuesto su mucho ejercicio. Alejandro
de Alejandro refiere de otro nadador Napolitano, a quien él mismo conoció, el cual con movimiento
continuado corría [284] el espacio de seis millas, que hay entre la Isla Enaria,
y la Prochita en el Golfo de Nápoles, y tal vez fue, y volvió en el mismo día.
Esto será increíble a algunos; pero es fácil hacérselo creíble, solo con
representárseles una cosa, que ellos ciertamente creen; esto es, que un hombre
por robusto que sea, si pasa una vida quietísima, y sin ejercicio alguno, más
que algunos pasos dentro de su casa, cuando llege el caso de determinarse a un
paseo largo, apenas puede andar un cuarto de legua sin gradísima fatiga: y al
contrario, otro mucho menos robusto, pero muy ejercitado en andar a pie, camina
seis, y ocho leguas de una tirada sin incomodarse mucho. Considérese ahora, que
el ejercicio de los nadadores ordinarios viene a ser casi ninguno, respecto de
aquel que tiene uno, que dominado de una violenta pasión goza de la diversión
del nado todos los días, y todos los ratos que puede, y quiere. Así es verosímil,
que aunque aquellos no puedan navegar sin interrupción más que cincuenta, o
sesenta brazas de agua, éste pueda discurrir hasta seis, o siete millas. Añádese,
que acaso los nadadores insignes, de que hablamos, eran dotados de gran robustez
nativa para todo género de trabajo corpóreo, lo que concurriendo con su mucho
ejercicio, era capaz de hacerlos en la facilidad, y perseverancia de romper las
aguas casi a los Delfines.
§. VII
26. El capítulo de la falta de respiración es más difícil. No obstante, sobre
este punto remitimos el Lector a lo que hemos escrito Tomo
V, Disc. VI, n. 7, y 8, donde verá cómo en varios casos, y por diferentes causas pueden los hombres
vivir considerable tiempo sin respirar. Allí dijimos debajo de la autoridad de
Galeno, que la causa por que en los gravísimos afectos histéricos están las
mujeres mucho tiempo sin respirar, es, porque durante aquella especie de
dolencia, tienen el corazón muy refrigerado. Es el caso, que en la sentencia de
Galeno, y común entre sus Sectarios, la respiración no es necesaria en la
vida de los animales para otra cosa, que para templar el nimio ardor del corazón,
y la sangre. En esta opinión se puede entender bien, que los que se habituan a
vivir en el agua, como los peces por naturaleza, y los Buzos por oficio, no
necesiten de respirar tan frecuentemente, como los demás animales. El agua les
refrigera el corazón, y la sangre, con lo que se suple la falta del aire.
27. No ignoro que la sentencia Galénica padece graves dificultades, y que hoy es
más plausible la que constituye necesaria la respiración, porque el nitro aéreo,
o espíritu nitroso, que reside en el aire, conserve en su fluxibilidad, y
movimiento la sangre, la cual sin el socorro de este espíritu animoso, o
animante, dicen los autores de esta sentencia, se coagularía. El doctísimo
Martinez, que en su Anatomía Completa sigue, y esfuerza copiosamente esta
opinión, explica, según sus principios, cómo los Buzos, y mucho más los peces,
carecen de la necesidad de la frecuente respiración. Fuera de que, discurriendo
por otro camino del que sigue este Autor, se podría sin violencia conjeturar,
que en el sal marino, o aguas del mar hay otro espíritu equivalente al nitroso
aéreo, y que sirve de quid pro quo de aquel a los peces, y hombres, que
frecuentan mucho el piélago, para el efecto de impedir la coagulación de la
sangre. Así que en todas sentencias se puede explicar filosóficamente la
particularidad de nuestros dos grandes Nadadores en pasar mucho tiempo sin el
uso de la respiración.
28. Pero valga la verdad. La opinión moderna del uso de la respiración se funda
en bien falibles conjeturas, y, nada menos que la antigua, es combatida de
graves dificultades. Algunas particularidades, que me ocurren, propondré al
Doctor Martínez, no como quien le impugna con satisfacción, sino como quien le
consulta con reverencia; que a hombre tan grande solo se puede argüir debajo de
esta salva. Este espíritu nitroso aéreo es en su sentencia tan sutil, que puede
penetrar las más duras substancias (pág. 332); de donde infiere: Luego
más fácilmente penetrará las blandas membranas del pulmón, y vasos
capilares suyos, &c. Y yo de aquel antecedente infiero estotra consecuencia:
Luego más fácilmente penetrará los poros del cutis, y de arterias, y venas hasta
comunicarse a la masa sanguinaria; por consiguiente, para que el nitro aéreo se
comunique a la sangre, y haga en ella el efecto expresado, u otro cualquiera, no
es necesaria la respiración, y así podrán todos los animales vivir sin ella.
Infiero también, que, en caso que se quiera decir, que no basta en nitro aéreo,
que entra por los poros, antes se necesita mayor copia, y para lograrla es
precisa la respiración, será menor esta necesidad en tiempo caluroso, que en el
frío. La razón es, porque entonces están los poros más abiertos, por
consiguiente entra por ellos mayor cantidad de nitro aéreo; luego será entonces
menos necesaria, o menos frecuente la respiración. Pero la experiencia muestra
diametralmente lo opuesto, pues cuanto es mayor el calor, sentimos mayor
necesidad de respirar, y respiramos con más frecuencia. Mas cuando se halle
algún arbitrio para sostener que el nitro aéreo, no obstante su gran sutileza,
no puede introducirse por los poros del ámbito del cuerpo, se seguirá por lo
menos, que un hombre a quien se haga alguna, o algunas llagas, y las conserve
expuestas al ambiente, no necesitará de respiración. La razón es clara, porque
en las llagas encuentra el nitro aéreo abiertos los vasos sangüinarios; por
consiguiente se entrará por ellos como por su casa a comunicarse a la sangre, y
en mucho mayor copia, que se comunica por la respiración, cuanto va de entrarse
por unas puertas abiertas de par en par, a transcolarse por unos angostísimos
resquicios, cuales son los poros de las membranas del pulmón. La hilación parece
indefectible. Con todo, no creo, que hombre alguno me conceda, que un llagado en
la forma dicha pueda parar sin respirar.
29. Finalmente en algunos afectos, en que la sangre se sutiliza demasiado, de
los cuales yo he visto uno bien singular en este Colegio en el P. Fr. N. de
Cuebas, Hijo del Monasterio de San Benito de Sahagún, al cual se le
liquidó la sangre de modo, que no solo se le derramaba por boca, narices, oídos,
vía anterior, y posterior; mas aun se le vertía por el ámbito del cuerpo
dividida en varias goticas, que asomaban al cutis, y por mi dictamen fue
socorrido con todo género de refrigerantes, hasta aplicarle copia de nieve por
afuera en varias partes del cuerpo; digo, que en tales afectos sería, no solo
inútil, mas nociva la respiración, pues por medio del nitro aéreo licuaría más
la sangre, lo cual sería agravar el afecto. No necesitándose, pues, entonces
dicho nitro para hacer fluxible la sangre, cuando ella lo está ya más de lo que
conviene, cesaría la respiración totalmente, porque la naturaleza, que evita
cuidadosamente toda superfluidad, cesando en fin, cesa en la operación. Pero ni
en el afecto, que he dicho, cesó la respiración al enfermo, ni pienso que cesará
en otro alguno de esta clase.
30. Mas sea lo que fuere del fin, que hace necesaria la respiración (lo que para
mi inteligencia es uno de los misterios, que tiene reservados en su profundo
seno la naturaleza), para nuestro propósito bástanos saber, que el uso de ella
no es tan absolutamente indispensable, que no falte bastante tiempo en algunos
sujetos, estados, y circunstancias. No respiran, o respiran poquísimo, como ya
hemos notado, las mujeres en los extraordinarios afectos histéricos. Lo mismo,
como advertimos en el citado Discurso
VI del Tomo V, sucede en otros graves afectos, comunes a ambos sexos. No respiran los infantes
en el claustro materno, ni aun después que salen de él, mientras están envueltos
en las secundinas. De aquí se infiere con evidencia, que hay en el tesoro de la
naturaleza algunos suplementos de la respiración. ¿Quien podrá asegurar, que
algunos hombres de temperamento extraordinario no tengan en él uno de esos
suplementos?
31. Pero el ejemplo, que nos hace más al caso, por ser idéntico, es el de los
Buzos. En estos hay mucho más, y menos; y entiendo, que el más, y menos por lo
común depende precisamente del mayor, y menor uso; o a lo menos el uso
hace en esto muchísimo. Los Buzos Orientales, que viven de la pesca de las
Perlas, son los que más tiempo continuado están debajo del agua. Se dice, que
hay entre ellos quienes resisten la sumersión más de una hora, y aun hasta dos.
Esto mal se puede atribuir al temperamento, que influye el clima; pues debajo de
climas muy distintos, y muy distantes, hay en el Asia pesquerías de Perlas. Así
el exceso de aquellos Buzos sobre los Europeos solo se puede verosímilmente
discurrir que proviene del mayor uso de la sumersión, porque aquellos la están
ejercitando continuamente, y éstos solo en tal cual accidente, o por lo menos
con mucho menor frecuencia.
32. Pero en esto mismo hay cabimiento a dos distintos discursos. El primero, que
el frecuentado comercio de las aguas haga en su temperamento alguna inmutación
considerable, por la cual no necesitan de respirar continuadamente: el segundo,
que el mismo ejercicio repetido de contener la respiración los vaya habilitando
más, y más sucesivamente para contenerla por más largo tiempo. Es bien verosímil,
que uno, y otro principio concurren. Por el primero hay una fundadísima
conjetura filosófica. En el Discurso pasado vimos como se han hallado animales
marinos totalmente semejantes al hombre en la organización sensible; por
consiguiente dotados de los mismos instrumentos de la organización: luego el que
aquellos pasasen largos intervalos sin respirar, como era preciso, siendo
continuos habitadores del piélago, se debe atribuir a un género de temperamento,
que influyen las aguas, y por eso es común el sufrir la falta de respiración, o
pasar con poca respiración todos los peces. Por el segundo está un experimento
del famoso Boyle. Este célebre Físico, habiendo metido víboras, y otros
animalejos en la Máquina Neumática, fue extrayendo el aire hasta el punto de
verlos agonizar por la falta de respiración. Aflojó luego la llave, y dejó
entrar el aire hasta que se recobraron perfectamente. De allí a poco volvió a
extraer el aire; y midiendo el tiempo con una péndula, halló que esta segunda
vez resistían por algo más largo espacio la falta del aire. Repitió tercera vez
el mismo experimento, y en ella vio que sufrían el defecto de respiración aun
algo más tiempo que en la segunda. Esta experiencia muestra invenciblemente, que
el ejercicio de contener la respiración va disponiendo al sujeto para tolerar su
falta por más, y más tiempo, a proporción de lo que se repita el ejercicio.
{(a) 1. En las Memorias de Trevoux del mes de Julio de 1703, sobre noticia
remitida en Madrid, se refiere, que en esta Corte estaba en aquel tiempo un
Religioso Calabrés, el cual afirmaba de tener la propiedad de los animales
Anfibios de poder estar mucho tiempo debajo del agua, y que en efecto el Rey
presentó un papel, en el cual se ofreció a mantenerse sepultado en ella por
espacio de cuarenta y ocho horas. El que escribió aquella noticia a los Autores
de las memorias dice, que aún no se había hecho la experiencia; ni yo de ella he
tenido alguna noticia, ni aun del ofrecimiento del Calabrés tuve otra, que la
que se da en dichas Memorias.
2. En el primer Tomo de las Observaciones Curiosas sobre todas las partes de la
Física, pág. 222, citando al Diario de los Sabios, se cuenta de un Sueco, que
estuvo dieciséis horas continuas debajo del agua. Si estos hechos son verdaderos,
bastan para remover la dificultad principal, que algunos encuentran en la
Historia del hombre de Liérganes.}
§. VIII
33. Hasta aquí hemos discurrido sobre lo que fue común a los dos nadadores
Español, y Siciliano. Ahora entran las particularidades del Español. El nadador
Siciliano ordinariamente pasaba las noches en tierra, donde reposaba como los
demás hombres. El Español continuadamente por espacio de cuatro, o cinco años,
habitó las olas, donde no parece podía gozar el beneficio del sueño.
34. Aristóteles en el libro que escribió de Somno,
& Vigilia, afirma, que ningún animal puede vivir sin sueño, o, lo que es lo
mismo, estar perpetuamente velando. Pero deja en alguna duda, si la generalidad
de la exclusiva mira a las especies solamente, o también a los individuos: [290]
esto es, si solo quiere decir, que no hay especie alguna de animales, a quien no
sea natural el sueño, o si se extiende a afirmar, que ningún individuo animal,
de cualquier especie que sea, puede pasar en perpetua vigilia. Mas prescindiendo
de esto, el que algunos hombres, por cierta intemperie del cerebro, pasaron
mucho tiempo sin dormir, lo testifican varias Historias. Séneca refiere, que
Mecenas estuvo sin dormir tres años continuos. Fernelio cuenta de un delirante,
a quien duró la vigilia cuatro meses. Y Juan Heurnio, Médico de Leiden, de otro,
que sin delirio pasó sin sueño alguno diez años.
{(a) Por un ilustre Personaje de la Corte tengo noticia de un famoso ejemplar en
orden a vivir sin el subsidio del sueño. Don Antonio González Brecianos, natural
de Madrid, Contador del Cargo de Juros, sujeto que se conservó muy robusto, aun
cerca de la edad octogenaria, no durmió, o durmió muy poco en toda su vida. Solo
en su mayor senectud se transportaba por el corto espacio de un minuto, poco más,
o menos; pero de modo, que aun aquel breve reposo mas tenía de vigilia, que de
sueño, pues percibía cualquiera palabra, que se le hablase en voz baja. Se me ha
asegurado por el mismo ilustre Personaje, que éste fue un hecho muy notorio en
toda la Corte.}
35. Supuesta la verdad de estas Historias, no tiene dificultad alguna que
nuestro Francisco de la Vega estuviese sin dormir los cuatro, o cinco
años, que habitó el mar. La intemperie, que padeció su cerebro, fue, sin duda,
grande, pues le desordenó tan extraordinariamente el juicio. ¿Qué hay que
admirar, pues, que velase continuados cuatro o cinco años?
36. Esto es salvar el hecho por la parte que parece más difícil; pues si se
quiere decir, que en ese mismo tiempo tomaba algunas horas de sueño en no muy
distantes intervalos, no hay en ello tropiezo alguno. ¿Quién le quitaba
retirarse algunas noches a esta, o aquella orilla despoblada de tantas como baña
el mar, y reposar en ella las horas que necesitase? Acaso podría dormir también
en el mismo lecho del mar. Aristóteles en el lugar citado arriba, donde
constituye el sueño por necesario a todos los animales, expresamente comprehende
en esta regla universal a los peces, y alega sobre ella su propia
observación: Pisces enim omnes, atque adeo, qui Molles appellantur, dormire
observavimus. Debe suponerse, que para esto no se retiran a las riberas, ni
se colocan sobre los escollos, que están dominantes sobre las aguas; sino que en
el mismo suelo del mar reposan. ¿Por qué no podría hacer lo mismo quien estaba
habituado a vivir en el mismo elemento que los peces? Plinio se nos opondrá,
alegando, que no se puede dormir sin respirar: Quis enim sine respiratione
sumno locus? dice lib. 9, cap. 7. Ni hay que reconvenirle con que él mismo
concede, que los peces duermen: pues también afirma, que respiran aun colados
debajo del agua, insinuando con bastante claridad la doctrina misma, que hemos
dado Tomo V, Discurso IX, Paradoja VIII.
Esta respiración, que los peces sumergidos logran, es claro, que no la podía
gozar nuestro Nadante, por carecer de los intrumentos, que para ella tienen los
peces. Véase el lugar citado de nuestro quinto Tomo. Pero a la verdad no veo yo,
que conexión tenga la respiración con el sueño, ni por qué un hombre, que puede
estar en el fondo del mar dos horas sin respirar, no pueda también sin respirar
dormir allí otro tanto tiempo. Los Filósofos que inquieren, cuál sea la causa
próxima del sueño (punto muy difícil, y en que hay harta variedad de opiniones),
no se acuerdan jamás de la respiración, ni como principio, ni como condición.
Digo, que en ninguna de las opiniones, que hay sobre esta materia, entra de
algún modo en cuenta la respiración. Luego es manifiesto, que ningún Filósofo
percibió conexión alguna en ella, y el sueño. Ni la autoridad de Plinio por sí
sola nos precisa a creer, que la hay.
37. Acaso nos opondría alguno la experiencia de que cuando dormimos respiramos
más fuertemente, lo que con evidencia muestra, que entonces se inspira, y expira
mayor copia de aire; y de aquí pretenderá inferir, que hay mayor necesidad de
respirar, o necesidad de respirar más en el sueño, que en la vigilia. Pero
respondo, que el consiguiente [292] no se infiere. Es verdad, que en cada
respiración se inspira, y expira mayor copia de aire en el sueño, que en la
vigilia; pero esto se compensa, con que en la vigilia es mucho más frecuente la
respiración, que en el sueño; de modo que velando se ejercitan dos respiraciones
en el espacio de tiempo, que durmiendo se ejercita una; o muy poco menos.
§. IX
38. Llegamos ya al capítulo de la privación de
juicio, en que no debemos detenernos por lo que mira al accidente, tomado en
general, el cual vemos arribar a innumerables hombres, y por diferentísimas
causas. Lo que tiene de particular en nuestro caso es bastantemente notable;
esto es, la complicación de estragarse, enteramente las facultades mentales para
unas acciones, quedando sin lesión para otras. Este hombre obedecía con
puntualidad, y acierto lo que le ordenaban, padeciendo al mismo tiempo una
fatuidad, que llegaba a insensatez para todo lo que era obrar por dirección
propia. En la memoria no había menos complicació, que en el entendimiento.
Acordábase de los Lugares, de los caminos, de las personas que había comunicado
antes, y estaba olvidado de lo que era mucho más difícil olvidar; esto es, del
uso de las voces, y de solicitar aun por señas los alimentos necesarios para su
conservación: cosa que tienen presente aun los brutos más estúpidos, y para que
basta aquella razón inferior, que conocemos en ellos, y que llaman Instinto los
Filósofos vulgares.
39. Pero en la realidad no es esto tan particular, como parece a primera vista. La parcial
lesión del juicio se experimenta en algunos de aquellos locos, que los Médicos
llaman melancólicos, y comúnmente decimos maniáticos, los
cuales razonan cabalmente en unas materias, y desbarran con suma extravagancia
en otras. De la lesión parcial de la memoria también hay tal cual ejemplo,
aunque mucho más raro. Plinio (lib. 7, cap. 24) refiere de uno, que herido de una piedra en la cabeza, se olvidó
de las letras del Alfabeto, conservando la memoria de todo lo demás, como antes.
Materia es esta digna de filosofar algo sobre ella, ya por la extrema dificultad,
que luego se representa, en averiguar en qué consista una complicación tan rara
de memoria, y olvido, ya porque no sé que Filósofo alguno haya tocado hasta
ahora este punto.
40. Si contemplásemos el cerebro, o aquella parte del cerebro, donde se ejerce
la facultad memorativa, como un complejo de varios senos, en los cuales están
distribuídas las imágenes de los objetos, fácilmente se comprendería, cómo por
varios accidentes se pierda la memoria de unos, quedando entera la de otros.
Podría (pongo por ejemplo) el golpe de una piedra, o una caída, herir la cabeza
en tal parte, o con tal dirección, que desbaratase precisamente el seno donde
está colocada la imagen de tal objeto; por cosigiente se perdería de la memoria
de ese objeto, sin borrarse la de otros. En efecto así conciben muchos que se
hace el depósito de las especies en la memoria. Yo concederé fácilmente, que
esta explicación no es muy puntual (¿y cómo en materia tan incomprensible se
puede dar alguna que lo sea?); pero la tengo por verdadera en cuanto al punto
substancial de colocar las especies divididas entre sí en el cerebro, y eso
basta para nuestro propósito.
41. Discurro así: Esas especies, o imágenes, o son corpóreas, o espirituales. Si
corpóreas, o substancias, o accidentes: cualquiera cosa que se diga, no pueden
estar dos colocadas en un mismo lugar. No siendo substancias, porque eso no
puede ser sin penetración de una con otra, y la penetración de dos cuerpos es
naturalmente imposible. Tampoco siendo accidentes, porque esos accidentes solo
se pueden distinguir numéricamente, pues aunque representen diferentes objetos,
convienen específica, y esencialmente en el modo de la representación, como por
la misma razón las especies que sirven a la potencia visiva, aunque relativas a
diversísimos objetos, todas son de una misma especie. No pueden, pues,
esos accidentes estar en una misma parte del cerebro, porque es regla común de
los Filósofos, que dos accidentes, solo numéricamente distintos, no pueden
informar un mismo sujeto. Si esas imágenes son espirituales, venimos a parar en
la misma consecuencia, pues necesariamente son accidentes, y accidentes de una
misma especie, por la razón alegada.
42. Supuesta la división de las imágenes en distintas partes del órgano, se
entiende bien, que algún accidente borre tal vez las unas, dejando enteras las
otras. Si un golpe, una contusión, o una intemperie estraga precisamente una
parte del órgano, borrará precisamente la imagen, o imágenes, que están
estampadas en ella. Así como el que rompe, o deshace parte de un lienzo, donde
están dibujadas varias imágenes, solo estraga aquellas que corresponderían a la
parte de lienzo que se deshizo.
43. Si alguno dificultare sobre que tanta multitud de imágenes pueda con división de unas a
otras estamparse en el corto espacio, que sirve a la memoria, haga reflexión
sobre que en mucho más corto espacio sucede lo mismo respecto de la potencia
visiva. El que de una eminencia vecina registra un Ejército de doscientos mil
hombres en el fondo de la pupila de cada ojo recibe doscientas mil imágenes
colocadas cada una en su lugar; y si en torno del Ejército estuviere la caída de
un monte poblada de doscientos mil árboles, otras doscientas mil imágenes de
ellos recibirá, estampadas todas en el mismo fondo de la pupila, con distinción
entre sí, y de las primeras.
§. X
44. Volviendo de las especulaciones filosóficas a la substancia del hecho sobre
que caen; en orden a una cosa, que dejada al discurso me parece problemática;
desearía yo más puntuales noticias. En la Relación arriba inserta se dice, que
nuestro hombre, antes de su vida náutica, gozaba el uso regular de las
facultades mentales. Y como quiera que esto sea verdad, tomando el tiempo [295]
antecedente con alguna amplitud, parece difícil, que cuando se arrojó al agua en
la ribera de Bilbao para no volver a tierra, no tuviese ya el juicio depravado:
porque ¿cómo es creíble que un hombre que estaba en sí, se resolviese a tomar
habitualmente un modo de vivir tan extraño a aquel en que había sido educado, y
por consiguiente tan violento? ¿Es posible, que quien tiene el juicio sano se
determine a pasar sin vestido, sin lecho, sin comercio alguno con todos los
demás hombres, a alimentarse sólo de peces crudos, y eso con mil peligros, que a
la consideración se ofrecen en los encuentros con varias bestias marinas?
45. Si en efecto tenía ya perdido el juicio, cuando formó la resolución de vivir en el agua, me
imagino, que su locura era de aquella especie, que los Griegos llamaron, y hoy
llaman también los Latinos Lycanthropia, que
consiste en una especial lesión de la imaginativa, por la cual, los que la
padecen, se juzgan convertidos en alguna especie de brutos. La voz Lycanthropia primariamente
se instituyó para significar aquella especial perturbación del juicio, por la
cual los hombres se imaginan convertidos en Lobos, por
ser ésta la más frecuente; y compónese de las dos voces Griegas, Lycos, y Anthropos, la
primera, que significa Lobo, y la segunda Hombre;
pero después se hizo como genérica la voz, para significar la imaginada mutación
en cualquiera especie bruta. Los que padecen tan extraña demencia, en todo
procuran imitar las acciones, y modo de vivir de aquellos brutos, en cuya
especie su juzgan comprehendidos. Los que se imaginan Lobos, se retiran a los montes, persiguen los ganados, matan
las reses, y las comen crudas. Los que se creen Perros (cuya
pasión es llamada Cynanthropia)ladran como ellos, se ponen a las puertas de las casas, se tiran con ansia a los
huesos, &c. Digo que razonablemente se puede conjeturar, que si nuestro hombre
estaba loco, cuando se determinó a la vida acuátil, padecía esta especie de
dolencia; esto es, que imaginándose pez, se resolvió a vivir como tal. [296] No
me acuerdo en qué Autor leí de uno que se imaginaba anguila.
46. Mas por otra parte, si este hombre, antes de tirarse al mar padeciese tal
especie de locura, u otra cualquiera, capaz de precipitarle en tan extravagante
desatino, no se omitiría una circunstancia tan esencial en las relaciones, que
hemos adquirido, las cuales, bien lejos de eso, están conformes en la integridad
de su juicio en todo el tiempo antecedente a la fatal determinación, sin
excepción, o limitación alguna. Ni a esto se puede satisfacer, diciendo, que las
relaciones vinieron de su tierra, donde pudo ignorarse, si en los dos últimos
años conservó el juicio, porque en ese tiempo no estuvo en su tierra, sino en
Bilbao, aprendiendo el oficio de Carpintero. No satisface, digo, esta respuesta,
porque no es creíble, que el Maestro con quien aprendía, no diese noticia a la
madre, y hermanos de Francisco de la funesta novedad de haber éste perdido el
juicio, si en realidad le hubiese perdido; y aun cuando esta novedad acaeciese
uno, o dos días antes de arrojarse al agua; cuando se le dio a la madre aviso de
su creída muerte, se la daría también de la causa de ella, que era la pérdida
del juicio. Esto es tan natural, que no puede ponerse duda en ello. Añádese, que
si el Maestro, y compañeros de Francisco hubiesen advertido que estaba loco, le
observarían con más cautela, ni aun le permitirían apartarse de la orilla.
Discurrir, que en el mismo acto de bañarse, se le pervirtió la razón sería
extender la conjetura hasta los últimos términos de la posibilidad.
47. Así tengo por mucho más probable, que en el discurso de tiempo que vivió en
el mar, se le fue sucesivamente estragando la razón. En esto pudieron influir
varios comprincipios. En primer lugar el continuo contacto del agua marina es
natural indujese alguna grave intemperie en su cerebro, que le dejase inútil
para las operaciones racionales. En la agua marina hay que considerar tres
distintas substancias: la primera es, la agua misma, o lo que es puramente
agua: la segunda el sal, que está mezclado con ella: la tercera es otra
substancia bituminosa, o sulfúrea, que es lo que principalmente la hace
insalubre, y fétida. Así no está en la sal, como comúnmente se piensa, la
dificultad de hacer potable el agua del mar, pues la sal sin dificultad, y con
varios medios se separa de ella; sino en estotra substancia bituminosa, cuyas
partículas están tan enredadas en las del agua, que hasta ahora no se halló modo
de separarlas enteramente; y haría un gran benficio al mundo el que descubriese
secreto para lograrlo. Todos estos tres principios, de que consta la agua
marina, pudieron inducir la intemperie dicha, o por lo menos alguno de ellos;
especialmente el tercero, como más extraño al hombre, pues el sal, y el agua no
son forasteros de nuestro uso.
48. En segundo lugar el alimento de peces crudos. No es dudable, que hay
alimentos nocivos al cerebro, y algunos tanto, que descomponen el juicio. Comer
una, u otra vez peces crudos, es cierto que no llega a causar tanto daño; pero
nada tiene de inverosímil, que le cause su continuo uso. Y cuando esto no,
¿quién quita que haya alguna especie de peces, que haga este efecto, y que a
nuestro navegante obligase, o la necesidad, o la casualidad a comer algunas
veces los de esa especie?
49. En tercer lugar la separación de comercio con todos los racionales. No hay
facultad en el hombre, que no se habilite más con el ejercicio, y que no se
entorpezca por la falta de él. La acción de discurrir es el algo fatigante, como
cualquiera puede experimentar en sí mismo. Así, si se hace reflexión sobre ello,
se hallará, que apenas nos ponemos jamás a discurrir, sino movidos de alguna
especie de necesidad, o de interés. El preciso comercio con los demás hombres
nos obliga a discurrir, no solo cuando tratamos con ellos, mas también en los
intervalos, que no tratamos, para obrar, y hablar con acierto, cuando llege la
ocasión de tratar; con acierto digo, según los fines que cada uno tiene. Así me
imagino, que uno que se resolviese a vivir siempre separado de toda
sociedad humana, ejercitaría poquísimo el discurso. El discurrir le costaría
alguna fatiga, y nadie se fatiga sin el atractivo de alguna conveniencia. Cuando
más, ocuparía la razón en aquello poco en que ocupa la suya, tal cual ella es,
un bruto montaraz; esto es, en procurarse el alimento para su conservación; y si
ese le tuviese siempre a mano, como nuestro hombre en los peces, u otro que
habitase las selvas en frutas silvestres, ni aun eso la ocuparía. Así dicho
solitario, entregando totalmente al ocio la facultad discursiva, solo daría
ocupación a la imaginativa, a quien soltaría la rienda, para que errante, sin
orden, sin concierto, sin designio, vaguease por todos los objetos, que le
presentase la casualidad, porque en esto no se siente fatiga alguna. De este
ejercicio de la imaginación, y ocio del discurso, continuados por mucho tiempo,
es natural resulte una extraña confusión de ideas, que sirva de grande embarazo
al uso de la razón, y que con dificultad se borre. Es verdad, que esta causa
sola no bastaría para la demencia, de que tratamos; pues a depender únicamente
de ese principio, poco a poco con el nuevo comercio con los racionales se iría
restituyendo a su estado natural el discurso; y consta, que nuestro hombre, los
nueve años que después estuvo en tierra, siempre se mantuvo en el mismo estado
de perturbación. Así se debe creer, que juntamente con este principio
concurrieron los antecedentemente expresados, o por lo menos alguno de ellos.
50. A la dificultad propuesta arriba, de que no parece creíble, que un hombre,
teniendo aun entero el uso del jucicio, tomase una resolución tan extraña, solo
se hallará embarazado para responder quien no comprehenda cuán violentas son
algunas pasiones en los hombres. ¡Cuántos, conociendo que las inmoderadas
fatigas de la caza les abrevian la vida, fuera de las fatales casualidades a que
ese ejercicio los expone, atropellan el resto, y padecen el daño por no perder
el deleite! ¡Cuántos insisten en el galanteo, que a cada paso les presenta un
peligro! ¡Cuántos, por lograr en la guerra el vano humo del aplauso, hacen, no
una, sino muchas veces, frente a nublados de fulminado plomo! Así, suponiendo en
nuestro hombre una violentísima pasión por la vida acuátil, lo que es muy
conforme a las noticias que tenemos, nada muestra de inverosímil, que antes de
perder el uso de la razón se resolviese a vivir siempre en compañía de los peces.
Debemos suponer también, que probó antes muy bien sus fuerzas para ese modo de
vivir: que con la oportunidad de estar a la margen de una Ría, se ejercitaría
mucho en el nado: que tentaría hasta cuándo podía sufrir la falta de respiración,
o de sueño, y echaría sus cómputos sobre los intervalos, que le concedería la
vida acuátil, para gozar uno, y otro beneficio, fundado todo en las experiencias
hechas. Es también probabilísimo, que se ensayase muchas veces en la comida de
peces crudos: lo que no es cosa tan extraordinaria, que sin ese designio, y aun
sin necesidad alguna, no lo practiquen muchos con alguna especie de peces. En
las partes marítimas de Galicia son muchos los que comen las ostras crudas, y
vivas; de suerte, que al momento que el pescador las saca del agua, abren las
conchas, y se las tragan; y dicen, que son mucho más regaladas de este modo, que
sazonadas con los más preciosos condimentos. Es verdad, que algunos, aun en
aquel estado, las aderezan con un poco de pimienta, y zumo de naranja; pero el
sacarlas de la agua, aderezarlas, y comerlas, todo se hace en menos de la cuarta
parte de un minuto.
§. XI
51. Hemos discurrido hasta aquí filosóficamente sobre todas las circunstancias
del peregrino suceso de este hombre. Ahora nos resta deducir de él algunas
consecuencias conjeturales, que son relativas a parte de los puntos esenciales,
que hemos tratado en el Discurso antecedente. Conjeturales digo, con que
significo, que no procedo resolutoria, sino problematicamente, en lo que [300]
voy a proponer. Es el asunto muy delicado, y el rumbo por donde ahora llevo el
discurso muy nuevo, para poder, sin nota de temeridad, empeñarme en una decisión
afirmativa. Así todo lo que prudentemente puedo, y delibero hacer, es proponer
con indiferencia mis conjeturas a los discretos, para que las admitan, o
reprueben, según el dictamen que les parezca más acertado.
52. En el Discurso antecedente hemos tratado de los hombres marinos, y de los
que en la Isla de Borneo llaman hombres silvestres, o salvajes, aplicándonos al
sentir universal de que son verdaderos brutos los primeros, y a la opinión,
según comunes pricipios, más probable, de que también lo son los segundos. Ahora
veremos como el suceso, que hemos referido, da bastante motivo para conjeturar,
que unos, y otros son verdaderos hombres, de la misma especie que nosotros, e
hijos de los mismos comunes padres. Empecemos por los hombres marinos:
entendiéndose que aquí hablamos, no de aquellos, cuya figura es la mitad de
hombre, y la mitad de pez, a quienes dimos el nombre de Tritones; sino de los
otros, que en todos sus miembros imitan perfectamente los nuestros.
53. La uniformidad en la configuración de miembros es para todos una prueba tan
segura de uniformidad en la especie; que nadie hay que no colija de la primera
la segunda; de modo, que si un Europeo, trasladado a una tierra incógnita, viese
allí un animal semejante en la configuración de todos los miembros a nuestros
caballos, otro semejante a nuestros perros, otro semejante a nuestros bueyes
afirmaría sin duda, que el primero era caballo, el segundo perro, el tercero
buey. Es verdad, que la certeza de esta prueba debe considerarse limitada a los
casos, en que no haya alguna dificultad totalmente insuperable contra la
conclusión que se deduce en ella. Esta dificultad se creyó que la había, en que
los hombres marinos fuesen verdaderos hombres, porque nadie imaginó, que
aquellos animales no fuesen marinos en su primer origen; esto es, cuya primera
creación se había hecho en las aguas, como en la de todos los demás
acuátiles. Siendo esto así, no podían ser descendientes de Adán: luego ni
verdaderos hombres; pues nos enseña la Fe, que todos los que lo son, descienden
de Adán: Omnes homines de solo, & ex terra, unde creatus est Adam (Ecclesiast.
cap. 33). Aun cuando a alguno ocurriese el pensamiento de si era posible, o no,
que aquellos acuátiles tuviesen su origen en nuestra misma especie, resolvería
sin duda por parte de la imposibilidad, pues miraría como una gran quimera, que
algún hombre nacido, y criado en la tierra, como los demás, quisiese, ni pudiese
hace morada perpetua en el mar como los peces.
54. Esta dificultad, que parecía insuperable, ya se halla superada con el
ejemplo de nuestro acuático peregrino; con que subsiste toda la fuerza del
argumento, tomado de la uniformidad de configuración en hombres marinos, y
terrestres, lo que hizo el hombre de Liérganes, pudieron hacer en los
siglos anteriores otros algunos, no solo hombres, mas mujeres, pues no repugna
en algunos individuos de este sexo toda la fuerza, habilidad, inclinación, y
ejercicio en el nado que tenía nuestro hombre. Y como un hombre, y una mujer de
común acuerdo pudieron juntarse (lo que por innumerables accidentes podía
suceder), de éstos por varias sucesiones podrían originarse todos los hombres, y
mujeres marinas, que se han visto en distintas partes del Océano.
55. Dificultarase acaso, cómo se podría ejercer dentro de las aguas la obra de
la generación, la del parto, y también la educación de los infantes. Mas en nada
de esto encuentro dificultad, que no sea muy vencible; pues sobre que a todos
esos oficios podían servir varias Isletas desiertas, y las rocas mismas, que son
estorbo a los navegantes, y aun muchas orillas despobladas de uno, y otro
Continente; no se ofrece imposibilidad alguna, en que las dos primeras
operaciones se ejerciesen dentro de las aguas, y por lo que mira a la tercera,
podrían alternar padre, y madre el cuidado de sostener al infante sobre la
superficie del agua el tiempo necesario para respirar, hasta tanto que se
habilitase para nadar como ellos.
56. También me persuado a que en no pensar nadie en que los hombres marinos
fuesen verdaderos hombres, provendría en parte de verlos negados al uso de la
locución, y con pocas, o ningunas apariencias de racionalidad: mas también esta
dificultad queda perfectamente allanada con la experiencia del embrutecimiento,
y carencia casi total del habla del hombre de Liérganes. Es de creer, que
estando más tiempo en el agua perdiese el uso, aun de aquellas pocas voces, que
fuera de proósito articulaba. Así, supuesta la uniformidad de configuración de
todos los miembros, que atestiguan las historias, entre hombre marinos, y
terrestres, todo conspira a persuadir, que aquellos son descendientes de éstos.
Caben en la posibilidad innumerables accidentes, por los cuales un hombre, y una
mujer, o algunos hombres, y mujeres se entregasen al mismo destino que nuestro
Francisco de la Vega. ¿Cuán factible es, que en uno, o muchos lugares marítimos
haya en la antigüedad dominado a uno, y otro sexo una violenta pasión por la
diversión del nado? Puesta ésta, el mucho ejercicio, y la emulación de excederse
unos a otros habilitaría algunos hombres, y mujeres hasta aquel grado, en que
consideramos al Siciliano Nicolao, y al Español Franciso. Habilitados de
este modo, ¿qué imposibilidad, ni aun qué inverosimilitud hay en que el amor
loco de un hombre, y una mujer, a quienes era imposible lograr en la tierra el
apetecido consorcio, los impeliese a procurarse perpétua compañía en la libre
República de los peces? ¿Que imposibilidad, ni aun que inverosimilitud hay en
que muchos hombres, y muchas mujeres de un Pueblo, cómplices en algún atroz
delito, no hallando otro medio de evitar la muerte merecida, recurriesen al
mismo asilo? A este modo se pueden discurrir otros motivos. Acaso la fábula de
los Navegantes Tirrhenos, transformados por Baco en Delfines, tuvo su origen de
algún acaecimiento de este género.
57. El argumento tomado de la uniformidad de configuración, que por sí solo es
muy fuerte, adquiere mucho mayor vigor de la conformidad en la Anatomía, o
disposición de las partes internas: y hallarse dicha conformidad entre los
hombres marinos, y terrestres, consta del examen anátomico, que hizo el Médico
del Virrey de Goa, y de que dimos noticia en el Discurso antecedente, de los
hombres, y mujeres marinas de la Costa de Ceilán.
58. Por lo que mira a los Tritones, y Nereidas, o monstruos, cuya figura es de
medio arriba humana, y de medio abajo de pez, puede conjeturarse, que nacieron
del enorme concúbito de individuos de las dos especies, como en el Discurso
pasado sospechamos respectivamente de los Sátiros.
§. XII
59. Hace también lugar el caso referido, para que sean verdaderos hombres los
salvajes de la Isla de Borneo. Todo lo que se representa para que no lo sean, es
su índole ferina, diminuta capacidad, y falta de habla. Acaso esto último es lo
único que los desacredita de racionales; porque en el común sentir el uso de la
locución se reputa por caracter, que infaliblemente distingue al hombre del
bruto. Pero sobre lo que en el Discurso pasado alegamos, de que puede en una
familia, o prosapía de racionales extinguirse totalmente el uso, e inteligencia
de las palabras, ahora se añade, para probar lo mismo por camino diferente, el
ejemplo del hombre de Liérganes. Éste perdió la locución, por haberse
embrutecido con la intemperie que ocasionaron en su cerebro el elemento de la
agua, y su extraño modo de vivir, y de alimentarse. Una vida totalmente
selvática es poco menos extraña al hombre, que la acuátil. Rígese en ella en
orden a todas sus operaciones de otro modo muy diverso, aliméntase de otro modo,
piensa de otro modo. Una desnudez continua, junta con esto, y con las
inclemencias del aire, a que siempre está expuesto, se representa
igualmente poderosa, que la vida acuátil, para estragar la temperie de su
cerebro. Luego no solo los hijos de aquellos primeros, que suponemos retirarse a
las selvas, pueden, en la forma que expusimos en el Discurso pasado, carecer de
la locución, mas aun aquellos primeros pudieron perderla enbrutecidos a influjo
de la vida selvática.
60. El gran Diccionario Histórico nos ministra un ejemplo eficacísimo en
comprobación de este asunto. El año de 1661 unos Cazadores en las selvas de
Lituania descubrieron entre una tropa de osos dos niños, cuyo color, y
lineamientos en nada desdecían de humanos. Ahuyentados los osos, pudieron
alcanzar solamente a uno de los dos niños, después de bastante resistencia que
éste hizo, valiéndose de uñas, y dientes. Presentáronle al Rey de Polonia. Era
en todo perfectamente proporcionado, el cutis extremamente blanco, también el
cabello, el rostro hermoso: así no hubo dificultad en la resolución de
bautizarle; en cuya sagrada ceremonia fue madrina suya la Reina, y padrino el
Embajador de Francia. Pusiéronle el nombre de Joseph, y por apellido Ursino, en
alusión a la crianza que había tenido; pero jamás dio muestras de tener uso de
razón. Por más cuidado, que se puso en su educación, nunca pudieron domesticarle
enteramente, ni enseñarle a hablar; bien que no había defecto alguno en la
organización de la lengua. Nunca pudo sufrir vestido, ni zapatos. Comía
igualmente la carne cruda, que cocida. Algunas veces se escapaba a las selvas,
donde se complacía en despedazar con las uñas la corteza de los árboles, y
chupar su jugo. Finalmente, todas sus inclinaciones eran montaraces; y aunque se
hizo especial estudio de instruirle en las materias de Religión, no dio seña
alguna de haberse logrado la instrucción, salvo, que cuando se nombraba a Dios,
levantaba ojos, y manos al Cielo; lo que en ningún modo podía tomarse como
prueba de inteligencia, pues también los brutos se habituan a imitar algunos
movimientos en que los imponen a oír tales, o tales voces. Representaba
ser de nueve años cuando le cogieron.
61. No es fácil, ni tampoco importa a nuestro propósito adivinar, por qué
accidente se criaron aquel niño, y su compañero entre los osos. Lo que más
prontamente se ofrece al discurso es, que fuesen hijos del concúbito de alguna
infeliz mujer con uno de aquellos brutos, de quien sorprendida, aunque al
principio padeciese violenta el insulto, pudo, perdidos después el miedo, y el
horror, consentir muchas veces, y por mucho tiempo voluntaria. También pudo ser,
que padre, y madre fuesen de nuestra especie. Es harto factible, que un hombre,
y una mujer, habiendo cometido algún grave delito, se refugiasen a la aspereza
de una montaña, haciendo en ella habitación de una gruta: que allí viviesen
algún tiempo, y procreasen dos hijos: que estando éstos aún en la infancia,
alguno, o algunos osos despedazasen a los padres, o los obligasen a huir
precipitadamente de aquel asilo, de modo, que el terror no les permitiese volver
a un sitio tan arriesgado para recoger a sus hijuelos: que los Ángeles Custodios
de éstos los preservasen de la crueldad de las fieras, y aun con oculto impulso
moviesen a éstas a cuidar de ellos, y alimentarlos: Si ya para uno, y otro no
bastaban aquellos rasgos de conocimiento, y de benigna inclinación, que algunas
veces se han experimentado aun en brutos feroces.
62. De cualquier modo que fuese, se debe dar por sentado, que el niño, de que
tratamos, era de la especie humana. Su perfecta configuración quita toda duda;
así como no la hubo en bautizarle, ni la hay jamás entre los Teólogos en casos
semejantes. Con todo, aquel muchacho se había embrutecido hasta el grado de
distinguirse apenas en la estupidez, inclinaciones, y costumbres de los mismos
osos, entre quienes se había educado. ¿A qué se debe atribuir esto? No dudo, que
en orden a inclinaciones, y costumbres haría lo más, o todo el ejemplo de lo que
había visto ejecutar a los osos, cuyas especies, a causa de su tierna edad, se habían impreso altamente en su cerebro: mas para la estupidez es
preciso buscar causa, no puramente intencional, como la expresada, sinó
rigurosamente física. ¿Y cuál otra puede discurrir, sino la pervertida temperie
del cerebro, contraída por la irregularidad de la vida montaraz, totalmente
contraria a la natural constitución del hombre?
63. A este modo pudieron tener origen, y contraer por las mismas causas su
estupidez, condición ferina, y carencia de locución los hombres salvajes de la Isla de Borneo. En cuanto a otras particularidades de aquellos salvajes; esto
es, que tienen el cutis muy velloso, el rostro tostado, y son mucho más fuertes,
y ágiles que nosotros, nadie pienso negará, que todo esto se sigue natural, y
aun necesariamente de la vida selvática.
64. En efecto, los brutos mismos, que por algún accidente pasan de domésticos a
montaraces, adquieren tal mutación, así en el cuerpo, como, en el ánimo, que
parece se hacen dos veces brutos, y apenas los reputarán por hermanos en la
especie los que se quedan siempre domésticos. Son más fieros, más estúpidos, más
lanudos, o cerdosos, más ágiles, y fuertes. Son de la misma especie que los
domésticos, y se desvían tanto de ellos en la apariencia, cuanto los hombres
salvajes de los que viven en sociedad política. Luego de éstos se debe, en
cuanto la unformidad de la especie, hacer el mismo juicio, que de aquellos. Y no
omitiré, que en este punto está clara a favor de nuestra conjetura la autoridad
de Aristóteles, el cual (lib. 1. de Partib. Animal. cap. 3), después de
sentenciar, que es error reducir a diferentes especies aquellos animales, que
debajo de un mismo nombre se distinguen por los atributos de urbanos, o
domésticos, y silvestres: Atque etiam silvestris, urbanique ratione ita
dividere, quod error est; dice, que de las mismas especies de todos los
animales domésticos se encuentran otros, que son silvestres, y entre ellos
incluye también a los hombres: Cum omnia, quae urbana sunt, eadem silvestria
quoque reperiantur, ut homines, equi, boves, canes in terra Indica,
sues caprae, oves. En estas tierras no conocemos especie de animales, que se
divida en domésticos, y montaraces, sino la del puerco. En otras Regiones hay
muchas. Lo que puede causar alguna admiración es, que Aristóteles tuviese
noticia de los hombres silvestres. En efecto la tuvo, y su dictamen es, que son
de nuestra misma especie; como los puercos monteses, llamados comunmente
jabalíes, son de la misma especie de los domésticos.
65. Acaso podría alargarse nuestra conjetura hasta aquella casta de monos
agilísimos, de que dimos noticia en el Discurso pasado, citando a Plinio, que
tuvo relación de ellos, y al Padre Le Comte, que los vio. Es cierto, que entre
las varias clases de animales, comprehendidos debajo del nombre común de monos,
hay algunas, en quienes resplandece una sagacidad tan exquisita, una imitación
tan viva de la inteligencia, y aun de las inclinaciones, y afectos humanos, que
son menester principios más seguros, que los de la común Filosofía, para
distinguir su racionalidad de la nuestra. Es graciosa a este propósito la
ilusión, o patraña de un anciano Morabuto, (Sacerdote, o Religioso Mahometano),
que refiere el Padre Labat en su nueva Relación de la África Occidental, con
ocasión de tratar de unos monos sumamente astutos, y malignos, que hay en el
País de Tuabo. Dicho Morabuto, hablando con un Comerciante Europeo, le dijo con
toda la seriedad, y magisterio propios de un hombre perfectamente instruido en
la historia de aquellos monos, que su origen venía de un Pueblo salvaje, cuyos
moradores, en fuerza de andar continuamente expuestos al aire, y sobre los
árboles, se habían ido desfigurando hasta parecerse más a las bestias, que a los
demás hombres; pero sin perder cosa de su antiguo discurso. Añadía (esto es lo
más gracioso), que entendían muy bien la lengua del País, y la hablarían
perfectamente si quisiesen; pero dolosamente fingian no entenderla, porque los
Señores de los Lugares no los hiciesen esclavos, y obligasen a trabajar, o los
vendiesen para este mismo fin a los Negociantes Franceses, y por eso
usaban entre sí de otro idioma, incógnito a los habitantes de aquella tierra.
66. He dicho que los principios de la común Filosofía no bastan para distinguir
la racionalidad de algunos monos de la humana. La razón es, porque la común
Filosofía no halla, ni se halla medio entre un impulso ciego, que llaman
instinto, y que destina al manejo de los brutos, y la perfecta racionalidad, o
discurso, propio del hombre. Pero es más claro, que la luz del día, que un
impulso ciego es insuficiente para innumerables operaciones de los monos, en
quienes se hace evidente una destreza, y sagacidad admirable; con que no queda
otro recurso, que atribuírles una perfecta racionalidad, igual a la del hombre.
Mas en nuestra particular Filosofía no hay este embarazo, porque dando una
racionalidad, o discurso inferior a los brutos, según las limitaciones, que
propusimos en el Tomo III, Discurso IX, queda campo abierto para ampliar, o
restringir respectivamente esta racionalidad en diferentes especies de brutos
según las mayores, o menores apariencias de industria, que en ellas se descubren;
pero sin sacarla jamás de la clase en que la colocan aquellas limitaciones.
67. Así, por mucha que sea la sagacidad observada en algunas castas de monos, de
ningún modo infiere por sí sola, ni aun conjeturalmente, que tengan su origen en
nuestra especie. Pero en los monos, que vio el Padre Le Comte, se añaden la
semejanza de configuración a la nuestra, y otras señas, que el Discurso
antecedente hemos insinuado. Con todo, debemos estar en que esencialmente son
verdaderos brutos. La razón es, porque si por esa semejanza con el hombre les
diésemos origen en nuestra especie, por ley de buena consecuencia debería
extenderse esa noble prerrogativa aun a brutos muy desemejantes a nosotros,
haciendo una progresión descendente en cuanto a la semejanza entre varias
especies de brutos. Explícome: Si aquellos monos son de nuestra especie por la
semejanza que tienen con nosotros, serán también de la especie de ellos
otros monos, que aunque menos semejantes a nosotros, que ellos son más
semejantes a ellos, que ellos a nostros: luego también esta segunda casta de
monos tendrá su origen en la especie humana, suponiendo pertenecer a esta misma
especie la primera casta de monos. Pasemos a otra tercera casta, cuyos
individuos sean muy parecidos a los segundos, pero más discrepantes de los
hombres que los mismos segundos. Saldrá en éstos la misma consecuencia; y de
este modo irá procediendo la hilación hasta algunas especies de brutos, con
quienes no tengamos la menor semejanza, ni en la figura, ni en inclinaciones, ni
en operaciones.
68. No se me oculta, que el mismo argumento se podría retorcer contra los
salvajes de Borneo, ni tampoco me falta respuesta para esta retorsión. Pero en
una materia, que trato problematicamente, no es menester apurar hasta sus
últimos términos la cuestión, en que sería también inevitable el inconveniente
de la prolijidad.
Bastante hemos filosofado sobre la peregrina historia de
nuestro Nadador
D. Fr. Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro
Nueva impresión,
en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares
Madrid
MDCCLXXVIII
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