Nuevo Mundo
Revista Popular Ilustrada
Hombre-Pez
Hay pocos paises seguramente puedan aventajar al nuestro que en la riqueza
de tradiciones mas o menos verosimiles, pero en su mayoria interesantes.
Raro es el rincon de España donde no se conserva latente, sobre todo la
clase popular, el recuerdo de algun hecho tan extraordinario como puderia
soñarlo la mente de Edgarde Poe, como puderia describerlo el autor de
los cuentos maravillosos, el fantastico Hoffman.
Unas veces predomina en esas curiosas historietas populares la forma
novelesca: otras presentan algun rasgo historico, de dfficil disquisicion:
en otras, predomina cierto misterio que acrecienta el interes del que lee
ò escucha.
La poesia legendaria se ha nutrido de esos germenes, y en cancioneros
y en cronistas se ven palpables muestras del ingenio con que se ha
conseguido hacer de un asunto puramente immaginario o trivial una relacion
amena, y à veces una pagina de marcado interes è imperecedera en la
historia particular de cada provincia.
No es facil empresa, por lo general, descubrir el origine exacto de la
mayor parte de las tradiciones que se conocen, y una de las mas grandes
diflcultaides que se oponen à ello no es, à nuestro juicio, otra sino el caracter
mismo dcl pueblo español, que, impresionable en demasia, acepta los hechos
dudosos como ciertos que extraviando la opinion hace imposible de todo punto
el analisis detenido à que debieran someterse aquellas tradicionees que
pretenden tener por fundamento alqo esencialmente historico.
EI pueblo español se ha distinguido siempre por la vivacidad de la
imaginacion y amor à lo fantastico: poetas muy notables por cierto, de la
presente centuria, han halagado à las almas soñadoras con sus historias
inverosimiles, narradas con el màs brillante ropaje de la poesia, siendo
de notar en ellas que superan al valor de Ia idea lo animado del colorido y
los arranques del entusiasmo. Dicho esto por via de exordio, refiriré
al lector benevolo una de las muchas tradiciones que se conservan en la
montaña, à donde la suerte me ha llevado varias veces, no sé si à impulsos
propios ò à los del cariño que me inspira aquel pais.
Como jamas se extinguen en nuestra memoria los recuerdos de la primera edad,
de esa edad en que es un mito todo lo que despues presenta real y
descarnadamente à nuestros ojos la experiencia do los años postumos à la
juventud, ne si ha borrado, ni borrarse podrà de mi mente el recuerdo de la
agradable impresion que sentì en mi alma al pisar por vez primera la
provincia de Santander.
Estaba acostumbrado à la casi no interrumpida perspectiva de los verdes
prados, sembrados de amapolas y campanillas, en los que se destacaban
agrupaciones de casitas blancas, muy blancas, adornadas de enredaderas y
madreselvas: estaba acostumbrado à vivir entre flores, à aspirar el
delicioso aroma de naranjos y limoneros, y à ver reflejarse en las
cristalinas aguas de Gudalquivir el cielo diafano de Andalucia, mi suelo
nativo.
Estaba acostumbrado al panorama ménos florido, pero no menos interesante,
de nuestras costas africanas; habia recurrido la mayor parte de nuestras
provincias, y admirado en ellas, ya los prodigios del Arte , ya los de la
Naturaleza, y sin embargo, desde que ante mi vista se presentaron las
accidentadas montñas de Reinosa, sus aldeas y sus valles, empezò à
reflejarse en todo ello la Suiza soñada por mi, superior en beleza
à que escritores y aartistas me habian hecho conocer.
Recuerdo que era una calurosa tarda del mes de Agosto la en que yo,
dejando el tren que me habia conducido à Boò, partia de este punto para
Lierganes, acomodado lo mejor posible en una diligencia que acortaba
rapidamente las distancias al deslizar sus ruedas por una carretera
sombreada por las ramas de corpulentos àlamos. Durante el camino no cesaba
de abrir, como dice el ilustre Campoamor, unos ojos mas grandes que
la boca, para no perder ni el màs pequeño detalle de aquel delicioso
conjunto de bellezas que ante mi vista se presentaba.
Despues de detenerse el coche breves instantes en Solares y en la Cavada,
llegué a Lierganes à la vaga luz del crepusculo vespertino, y deseoso
de ver la que debia ser risueña alborada, renuncié à los placeres de Lùculo
para rendir adoracion à Morfeo.
Mi cuerpo y mi espiritu necesitaban descanso a la vez: el primero habia
soportado las molestias de un largo viaje, el segundo habia habia
experimentado infinitas sensaciones, y era preciso restablecer la normalidad
para disponerlo à las nuevas impresiones que le espereban tan luego como la
luz del venidero dia hiriese mis pupillas y me hiciera abandonar el lecho.
Desperté apenas comencado el rayano dia, y desde la ventana de mi
habitacion aspiré el aire embalsamado de las suaves brisas que susurraban
juguetonas en los maizales y entre el tomillo y el romero, à la salida
majestuosa del sol, que aparecia tras de elevadisimas montañas.
Las casas, esparcidas aqui y allà, de los habitantes del pueblo, el rio
Miera, que, poco caudaloso en donde mi vista le distinguia, saltaba y serpenteaba
entre piedras y guijas, formando las aguas bulliciosas cascadas, que,
heridas por los rayos del sol, presentaban preciosos cambiantes; en una
margen el ganado vacuno, que tanto abunda en la montaña; en la otra las pesadas
y chillonas carretas, que lentamente se dirigian à las eras; en la
carretera de Santander pasiegas y pasiegos que iban à buscar la venta de los
productos de su industria, que las primeras guardaban en el carecteristico cuevano,
y en todas partes esos rumores de aguas, brisas y aves que constituyen el
poetico concierto con que la Naturaleza festeja à la naciente aurora.
A la màrgen derecha del Miera, màs cercana de este que de la caretera,
y tocando sus ramas el alero del tejado de mi hospitalario albergue,
elevàbase una corpulenta encina, que seis hombres cogidos de las manos
no podrian abrazar, y que por su frondosidad pudiera dar sombra à treinta
de ellos. Al pié del indicado àrbol habia una piedra que servia como de asiento,
y un tosco velador construido con troncos de arbustos. Mas tarde vine en
conocimiento de que bajo aquellas ramas habia dedicado largas horas al
estudio y à la meditacion el varon insigne, el notable filosofo D. Jairne
Bàlmes. Convidaba tanto aquel sitio à estar en el, que abandoné la
ventana, y poco despues ocupaba el asiento de la encina.
No tardò en veinr à hacerme cornpañia e l dueño de la casa en que me
hospedaba, honradisimo vecino de Lierganes, que, heroe por fuerza, ejercia
tan à disgusto propio como à satisfaccion de su consorte, la autoridad de
alcalde del pueblo. Tendria mi hombre como unos cincuenta años. Era de
estatura regular, màs bien alto que bajo: de color rnoreno, de fuerte
complexion: tenia ojos negros, pequeños, pero vivos y de penetrante mirada:
el cabello, que usaba muy corto, era por su color gris acusador, màs que de
los años, de una existencia consagrada à penosos trabajos que habianle
anticipado los signos externos de la vejez. Su caracter era franco:
un tanto rudo en Ia frase, pero agradable en el trato, y màs
reflexivo que impetuoso, sabia sobrellevar con cierta calma el
sinnùmero de sinsabores que el caciquismo del pueblo lo proporcionaba. Vestia
el traje propio del pais, con exclusion de la boina y de la faja.
Reemplazaba à la primera un sombrero de tamaño mas que mediano y de alas
bastante anchas.
- Como - dijo apenas se acercò a mi - tan temprano y ya V. leventado? No
crei yo que fuera V. tan madrugador.
- La vida del campo - le contesté - me enamora, y
uno de los atractivos màs grandes que para mi tiene es la alborada.
- Segun eso ¿va hace rato que se levantò V.?
- Al rayar el dia. Por cierto que todo esto me parece delicioso, y que de
buen grado me pasaria aqui larga temporada.
- Para mi - replicò el alcalde - no hay nada tan hermoso. Es verdad que
como le tengo tanto cariño à este pueblo, V. perdonarà si exagero.
- No tal, yo creo que àun juzgado con pasion, siempre se quedaria V. corto
en alabanzas. Digame V. ¿que conjunco de casas es aquel que
hay en Ia parte Sur?
- La Villa de Miera, donde hacen muy ricos quesucos, como dicen en el pais,
y esto rio que corre à nuestro lado lleva el mismo nombre que la villa - me
dijo señalando à la corriente que se deslizaba al pié de los juncos, que
crecian hasta el asiento de la encina.
- ¿Y el de màs allà?
- ¿Eso? Otra villa que se llama de San Roque.
- ¿Y aquel pueblecito que confusamente se divisa al Este?
- Rio Tuerto.
- ¿Y ese camino, que, màs que carretera, alameda parece?
- Pues por ése ha venidoV.; es el camino de la Cavada, muy celebre, porque
ha tenido allà en tiempos de Carlos III una fabrica de cañones .... - y el
alcalde quiso demostrarme sin duda con esta respuesta que era hombre
erudito, y seguramente hubierase extendido en detalles si yo no le hubiese
interrumpido con una nueva pregunta.
- Diga V., alcalde - le pregunté - ¿como consiente usted que esos
chiquillos - y señalé à varios que descalzos, y con los pantalones
remangados por enciba de las rodillas, se metian en las aguas del Miera
-arrostren el peligro de una afluencia? Podria costarles la vida esa
imprudencia.
- Cà, no señor: no tenga V. cuidado - me contestò - En primer lugar, en la
epoca en que estamos no es facil que aumente sus aguas este rio, y màs en el
año presente, en que las lluvias no han sido tan abundantes como en el
pasado; luego, esos muchachos son los màs listos pescadores de truchas, de
las que hay ahi muchas y buenas, y luego todos ellos nadan como peces. ¡Como
que ésta es la tierra del hombre pez!
- ¿Del hombre-pez? - le dije, manifestando sin duda alguna extrañeza en mi
interrogacion.
- Qué, ¿no conoce V. su historia? - me contestò
- No por cierto, y tendria gusto en saberla.
EI alcalde sacò del bolsillo interior de su chaqueta una gran petaca de
cuero, liò un cigarro, me lo brindò, y una vez que hizo otro para el,
comenzò de esta manera su relacion:
- Pues va V. à conocer la historia del hombre-pez, tal como debe ser,
porque de buena tinta la se yo; como que me la ha contada la misma D.
Antonia.
- ¿Y quien es esa D. Antonia? - le interrumpì.
- Pues una señora muy anciana que en el palacio y tiene mucho saber.
No cché en saco roto la referencia, por si la
relacion merecia la pena de ampliar detalles al inquirir informes;
pero quedéme un tanto admirado de que existiese un palacio en Lierganes,
donde à la simple vista se apercibia claramente que dos solos edificios
contarian de altura màs de 12 metros: la iglesia y la fonda del
establecimiento balneario.
EI alcalde prosiguiò:
- Pues en este pueblo vivia hace muchos años una mujer, viuda, llamada
Maria del Casar, con cuatro hijos; uno de ellos era muy aficionado à estar
siempre en el agua, màs aùn que esos que han llamado la atencion de usted.
Llamabase el muchacho Francisco de la Vega y Casar; era bastante listo,
pero abandonaba todas sus ocupaciones para zambullirse en el rio, en el
cual pasaba horas y horas.
Despereda la madre, lo encontrò un dia al tiempo en que, dejando las ropas
en la orilla, se disponia à darse uno de los baños que solia. Le llamò, le
advirtiò que le castigarìa duramente si se metia en el agua: y viendo que
nanda conseguia, lo maldijo diciendole:
- Asì te vuelvas pez.
Maria se fué à su casa llorando. Esperò por la tarde à su hijo, y este no
pareciò.
Asì pasaron seis años. Todos los vecinos estaban en la creencia de que
Francisco habria perecido ahogado; pero no fué asì: una dia, al recoger
las redes que tenian tendidas unos pescadores en Cadiz, encontrò en ellas à
Francisco. Lo llevnron à tierra, y allì pudieron observar que su cuerpo
estaba cubierto de escamas, y las uñas estaban gastadas, como comidas por
el salitre. Se le hablò en varias lenguas, y à nada respondia. Solo
pronunciò el nombre de este pueblo, de donde vinieron todos en conocimiento
que debia ser de el; pero nada màs añadiò, habia perdido el habla.
Si le daban de comer, comia : y si no, se pasaba sin comer. Lo trajeron à
Lierganes unos frailes, y aqui viviò con su madre y sus hermanos unos nueve
años, dedicado à llevar cartas de un pueblo à otro, cosa que hacia con toda
exactitud; pues si le daban respuesta, cuidadosamente entregaba esta à
quien debia.
En una ocasion tuvo que llevar un pliego à Santander, y en vez de embarcarse
en Pedreña se echò al agua y se fué nadando, volviendo del mismo modo. En
uno de estos viajes desapareciò, y desde entonces nada se se ha vuelto à
saber de el.
Aqui tiene V. la historia del hombre-pez, que ha dejado mucha fama, y que
no hay habitante de este pueblo que no la sepa de memoria.
Cuando vaya V. la iglesia, antes de pasar su puentecito, que
està frente al camino de la fonda, fijese V. en unas cuantas piedras que
hay à la izquierda: allì estuvo la casa de mandre de Francisco, y allì
viviò este.
Pareciòme peregrina la historia, como me dijo el buen alcalde,
del
hombre-pez, y recordando à la señora
del palacio, me propuse ofrecerla mis respetos y averiguar algo màs
explicito acerca del suceso, que de ser cierto, no podia ser màs curioso y
sin ejemplo: y para no siguir esta fatal costumbre que en Madrid nos
domina de dejarlo todo para el mañana, que llega, me despedi del
alcalde y me dirigi hacia la morada de D. Antonia, despues de haber
preguntado al narrador la situacion del palacio, que tenia vehementes
deseos de conocer.
Tuve que atraversar el puentecillo de que me habia hablado alcalde: vi
efectivamente las ruinas de una que debiò ser mezquina vivienda, por màs
que eran tan escasos los restos y tan infome aquel monton formado por
piedras y ladrillos, que nada acusaba que clase de fabricacion habia
existido allì, si casa, si establo ò cerca.
Nada pude averiguar sobre esto, y con mi curiosidad me quedé en este
detalle.
- ¡Muchacho! - dije deteniendo el paso de uno que à
mi ebcuentro hallé - ¿voy bien para ir al Palacio?
El interrogado se quitò la boina con el mayor
respeto, y señalando con su mano pequeña, me dijo:
- Si, señor; siga V. todo derecho, y al llegar à aquella casa, tuerza V.
à la mano derecha. Verà V. entònces una casa muy grande: ese es el
palacio de D. Antonia
- Gracias: adios - y seguì, pensando en el hombre-pez, en D. Antonia, tan
popularmente conocida, y en su palacio tan admirado por todos. Poco espacio
tuve recorrer para llegar al fin del camino: encontréme ante una casa de
extenso frontis, de dos solos pisos, de construccion antiquissima: habia
un derroche de piedra en la fachada. Sobre la puerta de entrada, que era
bastante grande y de arquitectura màs propia de castillo señorial que de
casa, se destacaba un escudo de armas, y al rededor de este una
inscripcion tan maltratada por el tiempo, que estaba ininteligible.
Llamé con el pesado aldabon que colgaba de la puerta, la cual, por su
herraje, demostraba pertenecer à Ia epoca en que el edificio fué construido,
y à poco sentì pasos; el cerrojo rechinò al ser movido, y la puerta girò
sobre sus goznes, que, poco usados, produjeron un ruido semejante al de las
pesadas carretas que veia pasar desde el asiento de la encina.
Expuse à la joven montañesa que me recibia mi deseo de ver à D.
Antonia, y poco despues, atravesando amplios salones, me hallé en presencia
de la dueña de aquella vetusta morada. Frisaria la señora en cuestion en màs
de setenta Eneros. Era baja, de regulares carnes, de mirada que no habia
apagado Ia nieve de los años su cabello era blanco: su voz, dulce; sus
maneras, distinguidas.
Cuando se enterò de mi relato del honbre-pez, tal como lo escuché de labios
del alcalde, deseosa de corregir los errores con que la tradicion popular habia
llegado à mis oidos, diòme para su lectura un discurso del sabio padre
Foijòo, que se tilula Examen filosofico de un suceso peregrino de estos
tiempos, en cuyo discurso encontré detallada la mencionada narracion,
y corregida en efecto.
Segun el padre Feijòo asegura, Francisco no despareciò en las aguas del
Miera, sino en las de la ria de Bilbao, en 1674, en cuya, villa se dedicaba,
al oficio de carpintero. Apereciò ciertamente en las aguas de Cadiz
cinco años despues, en el de 1679, y cuando fué recogido por los
pescadores, si bien observaron, en el que desde entoncés se llamò hombre-pez,
un estado de insensibilidad absoluta, no le vieron en su cuerpo escama
alguna.
La accion del agua solo se conocia en las uñas: conservaba su color, que
era blanco, y el pelo, rubio y corto, qual si empezàra à nacer. Cuando lo
llevò à su pueblo un franciscano llamado Fr. Jan Rosende, hizo
una vida rarisima, pues obedecia dòcilmente à todo, manifestando
penetrabilidad, pero sin ejercer sus funciones la voluntad ni el
sentimiento.
El P. Fejòo asegura, ademas de lo expuesto, que todo ello ha sido
perfectamente exacto, y que aun puede atestiguarlo, porque los informes
proceden de personas tan respetables como el Marqués de Valbuena, D.
Gaspar Melchor de la Riva Agüero, caballero del habito de Santiago que
vivia en Gajano, inmediato a Lierganes, y D. Pedro Dionisio de Rubalcaba,
natural de Solares.
Hé aquì la historia del hombre-pez, una de la muschas tradiciones
montañesas que pasan de padres à hijos y que constantemente se refieren por
unos y otros à los que, como yo, gustan, al visitar un pueblo no solo
conocer las bellezas que la Naturaleza le ha dado, sino sus usos, sus
costumbres y sus tradiciones, pues de otra suerte seria conocerlo à medias.
No serà este el unico recuerdo que evoque y trace en el papel, pues repito
que la montaña me inspira un parricular efecto, y sus cumbres de granito,
sus valles, sus cascadas, sus maizales, sus costas, sus playas y las olas
del Cantaibrico son para mi inolvidables , como lo es la encina de
Lierganes, desde cuyas altas ramas regalaba mis oidos Ia alegre banda de
jilgueros, en tanto que mi mente vagaba por el immaterial mundo de lo
ideal, y mi corazon, virgcn entònces del dolor, se conmovia de placer.
Carlos Vievra De Abreu
Año XXXVI n. 1339
1919
Nuovo Mondo
Rivista Popolare Illustrata
Hombre-Pez
Sono pochi i Paesi che possono sicuramente superare il nostro per la ricchezza di
tradizioni, più o meno verosimili, ma soprattutto interessanti. È raro
l'angolo della Spagna in cui non si conservi in modo latente, soprattutto
nella classe popolare, il ricordo di qualcosa di così straordinario come
poteva sognarlo la mente di Edgar Poe, come poteva descriverlo l'autore dei
racconti meravigliosi, il fantastico Hoffman.
A volte questi curiosi racconti popolari sono dominati dalla forma
romanzesca; a volte presentano qualche caratteristica storica, di difficile
discussione; a volte sono dominati da un certo mistero che aumenta
l'interesse del lettore o dell'ascoltatore.
La poesia leggendaria si è nutrita di questi germi, e nei canzonieri e
nei cronisti vediamo esempi palpabili dell'ingegnosità con cui è stato
possibile trasformare un soggetto puramente immaginario o banale in una
relazione piacevole, e talvolta in una pagina di marcato interesse
è permanente nella storia particolare di ogni provincia.
Non è un compito facile, in generale, scoprire l'origine esatta della
maggior parte delle tradizioni conosciute, e uno dei maggiori ostacoli a ciò
è, a nostro avviso, nientemeno che il carattere stesso del popolo spagnolo,
che, troppo impressionabile, accetta fatti dubbi come
certi, il che, fuorviando l'opinione, rende impossibile in ogni modo
l'analisi attenta a cui dovrebbero essere sottoposte quelle tradizioni che
pretendono di avere un fondamento essenzialmente storico.
Il popolo spagnolo si è sempre distinto per la vivacità dell'immaginazione e
l'amore per il fantastico: poeti molto importanti del secolo attuale hanno
lusingato gli animi sognanti con le loro storie inverosimili, narrate con
gli abiti più brillanti della poesia, ed è da notare che in esse superano il
valore dell'idea per la vivacità del colore e gli slanci di entusiasmo.
Detto questo come esordio, racconterò al benevolo
lettore una delle tante tradizioni che si conservano in montagna, dove la
fortuna mi ha portato più volte, non so se per impulso mio o per l'affetto
che quel paese mi ispira.
Poiché nella nostra memoria non si spengono mai i ricordi dei primi anni, di
quell'età in cui tutto è un mito, tutto ciò che l'esperienza degli anni
successivi alla nostra giovinezza si presenta reale e crudo ai nostri occhi,
il ricordo della piacevole impressione che ho provato nel mio animo quando
ho messo piede per la prima volta nella provincia di Santander non è stato
cancellato, né sarà mai cancellato dalla mia mente.
Ero abituato alla prospettiva quasi ininterrotta di prati verdi, cosparsi di
papaveri e campanule, in cui si stagliavano agglomerati
di casette bianche, bianchissime, ornate di viti e
caprifogli: ero abituato a vivere tra i fiori, a inalare il delizioso
profumo degli aranci e dei limoni, e a vedere riflesso nelle acque
cristalline del Gudalquivir il cielo diafano dell'Andalusia, mia terra
natale.
Ero abituato al panorama meno fiorito, ma non per questo meno interessante,
delle nostre coste africane; avevo visitato la maggior parte delle nostre
province, ammirando in esse sia i prodigi dell'Arte,
sia quelli della Natura, eppure, non appena le aspre montagne di
Reinosa, i suoi villaggi e le sue valli mi apparvero davanti agli occhi,
cominciai a vedervi riflessa la Svizzera dei miei sogni, superiore per
bellezza a quella che scrittori e artisti mi avevano fatto conoscere.
Ricordo che era un caldo pomeriggio d'agosto quando, lasciato il treno che
mi aveva portato a Boò, mi misi in viaggio verso Lierganes,
accomodato alla meglio in una diligenza che accorciava rapidamente le
distanze facendo scorrere le ruote su una strada
ombreggiata dai rami di corpulenti pioppi. Durante il tragitto continuavo a
spalancare, come dice l'illustre Campoamor, gli occhi più della bocca, per
non perdere nemmeno il più piccolo dettaglio della deliziosa serie di
bellezze che mi si paravano davanti.
Dopo una breve sosta a Solares e a La Cavada, arrivai a Lierganes nella vaga
luce del crepuscolo serale e, desideroso di vedere quella che sarebbe stata
un'alba ridente, rinunciai ai piaceri luculliani per
adorare Morfeo.
Il mio corpo e il mio spirito avevano bisogno di riposo allo stesso tempo:
il primo aveva sopportato i disagi di un lungo viaggio, il secondo aveva
provato infinite sensazioni, ed era necessario riportarlo alla normalità per
prepararlo alle nuove impressioni che lo attendevano non appena la luce del
giorno imminente avrebbe colpito le mie pupille e mi
avrebbe costretto ad alzarmi dal letto.
Mi svegliai non appena il giorno folgorante era
iniziato, e dalla finestra della mia stanza respirai l'aria
balsamica delle soave brezze che frusciavano
giocosamente nei campi di grano e tra il timo e il rosmarino, al maestoso
sorgere del sole, che appariva dietro le montagne torreggianti.
Le case, sparse qua e là, degli abitanti del villaggio, il
fiume Miera che, con poca portata per quanto i miei occhi potessero
distinguerlo, saltava e serpeggiava tra pietre e ciottoli, formando rumorose
cascate che, ferite dai raggi del sole, presentavano bellissime
luci cangianti; su una sponda il bestiame, così abbondante sulle
montagne; dall'altra i carri pesanti e cigolanti, che lentamente si
dirigevano verso le aie; sulla strada per Santander,
Pasiegas e Pasiegos
(abitanti di Pas, gruppo etnico della Cantabria),
che andavano verso i mercati per la vendita dei prodotti del loro lavoro, che
prima vengono conservati in grotte caratteristiche, e
ovunque quei mormorii di acqua, brezze e uccelli che costituiscono il
concerto poetico con cui la Natura celebra l'alba nascente.
Sulla riva destra del Miera, più vicino ad esso che alla strada, e con i
suoi rami che toccavano la grondaia del tetto del mio ospitale ostello, si
ergeva una corpulenta quercia, che sei uomini che si tenevano per mano non
potevano abbracciare, e che per la sua frondosità poteva fare ombra a trenta
di loro. Ai piedi di quest'albero c'era una pietra che serviva da sedile e
una rozza tettoia fatta con i tronchi dei cespugli. Più tardi venni a sapere
che sotto quei rami un uomo illustre, il noto filosofo D. Jairne Bàlmes, aveva dedicato lunghe ore allo studio e alla
meditazione. Il luogo era così invitante che lasciai la finestra e poco dopo
occupai il posto della quercia.
Non ci volle molto che il proprietario della casa in cui alloggiavo, un onoratissimo vicino di casa di Lierganes che, eroe per
forza, esercitava, tanto per il proprio dispiacere quanto per la soddisfazione della sua consorte, l'autorità di sindaco del villaggio,
venisse a farmi compagnia.
Il mio uomo aveva circa cinquant'anni. Era di statura regolare, piuttosto alto che basso: di colore scuro, di carnagione robusta: aveva occhi neri
piccoli ma vivaci, con uno sguardo penetrante: i suoi capelli, che portava molto corti, erano, per il loro colore grigio, più che
per i suoi anni, un indizio di un'esistenza consacrata al duro lavoro, che aveva
anticipato i segni esteriori della vecchiaia. Il suo carattere era franco:
un po' rude nelle frasi, ma piacevole nei modi, e più riflessivo che
impetuoso, sapeva sopportare con una certa calma gli innumerevoli fastidi
che il dispotismo del popolo gli procurava. Indossava
il costume del paese, ad eccezione del berretto e della fascia.
Il primo era sostituito da un cappello di dimensioni più che medie e a tesa piuttosto
larga.
- Come, - disse appena si avvicinò a me,
- così presto e tu sei già in piedi? Non pensavo che
fossi così mattiniero.
- La vita di campagna - risposi - la adoro, e una
delle sue maggiori attrattive per me è l'alba.
- In base a ciò, lei è in piedi da molto tempo?
- Allo spuntare del giorno. A proposito, tutto questo mi sembra delizioso e
sarei felice di rimanere qui per molto tempo.
- Per me, - rispose il sindaco, -
non c'è niente di più bello. È vero che, essendo così affezionato a
questa città, mi perdonerete se esagero.
- Non è così, credo che a un giudice appassionato non mancheranno mai le
lodi. Ditemi, che gruppo di case è quello nella parte meridionale?
- La città de Miera, dove fanno dei quesucos (formaggi da latte misto)
molto ricchi, come si dice in campagna, e questo fiume che scorre dalla
nostra parte ha lo stesso nome della città - mi disse, indicando il ruscello che scorreva ai piedi del canneto, che cresceva
fino alla sede della quercia.
- E quello al di là?
- Quello? Un altro villaggio chiamato San Roque.
- E quel piccolo villaggio che si può scorgere a est?
- Rio Tuerto.
- E quella strada, che sembra più un viale che una strada?
- Beh, è quella che avete percorso voi; è la strada che porta a La Cavada,
molto famosa, perché lì c'era una fabbrica di cannoni al tempo di Carlos III ...
Con questa risposta il sindaco voleva dimostrarmi di essere un uomo colto e
sarebbe sicuramente entrato nei dettagli se non l'avessi interrotto con una nuova domanda.
- Mi dica, sindaco, - gli chiesi -
come permette a questi bambini - e indicai alcuni che, scalzi e con i
pantaloni arrotolati sopra le ginocchia, sguazzavano nelle acque della Miera
- di affrontare il pericolo di una forte corrente? Una simile imprudenza potrebbe costare loro la vita.
- Beh, no, signore: non si preoccupi, - mi rispose -
In primo luogo, in questo periodo dell'anno non è facile che questo
fiume aumenti le sue acque, e ancor più nell'anno in corso, quando le piogge
non sono state così abbondanti come in passato; poi, quei ragazzi sono i più
abili pescatori di trote, che ce ne sono tante e buone, e poi nuotano tutti come pesci. Come se
questo fosse il paese dell'uomo pesce!
- L'uomo pesce? - Dissi, senza dubbio esprimendo una certa curiosità nel la mia domanda.
- Come, non conosce la sua storia? - rispose
- Certo che no, e sarei felice di conoscerla.
Il sindaco tirò fuori dalla tasca interna della giacca un grosso portasigari di cuoio, arrotolò un sigaro, me lo offrì e, dopo averne fatto un altro per
sé, iniziò la conversazione in questo modo:
- Bene, lei conoscerà la storia dell'uomo pesce, come è giusto che sia,
perché la conosco io stesso; come mi è stata raccontata da D. Antonia
stessa.
- E chi è questa D. Antonia? - Lo interruppi.
- Beh, è una signora molto anziana del palazzo e ha molte conoscenze.
Non ho ignorato il riferimento, nel caso in cui fosse
valsa la pena di approfondire i dettagli quando avessi chiesto
maggiori ragguagli; ma rimasi un po' stupito dal
fatto che ci fosse un palazzo a Lierganes, dove a colpo d'occhio era chiaro
che solo due edifici sarebbero stati alti più di 12 metri: la chiesa e la
locanda dello stabilimento termale.
Il sindaco continuò:
- Ebbene, in questo villaggio viveva molti anni fa una donna, vedova, di
nome Maria del Casar, con quattro figli; uno di loro amava molto stare
sempre in acqua, anche più di quelli che hanno attirato la vostra
attenzione. Il ragazzo si chiamava Francisco de la Vega y Casar; era molto
intelligente, ma abbandonava tutte le sue occupazioni
per tuffarsi nel fiume, dove passava ore e ore.
Sua madre, disperata, lo trovò un giorno mentre, lasciati i vestiti sulla
riva, stava per fare uno dei suoi soliti bagni. Lo chiamò, lo avvertì che lo
avrebbe punito severamente se fosse entrato in acqua; e vedendo che non vi
riusciva, lo maledisse, dicendogli:
- Così diventerai un pesce.
Maria tornò a casa piangendo. La sera aspettò il figlio, ma non si fece vedere.
Passarono così sei anni. Tutti i vicini credevano che Francesco fosse morto per annegamento; ma non era così: un giorno, raccogliendo le reti che alcuni
pescatori avevano steso a Cadice, vi trovarono dentro Francesco. Lo portarono a riva e lì videro che il suo corpo era coperto di
scaglie e le sue unghie erano consumate, come se fossero state mangiate dal salnitro. Gli parlarono in diverse lingue, ma non rispose
nulla. Pronunciò solo il nome di questa città, da cui tutti capirono che doveva essere la sua; ma non aggiunse altro, aveva perso la parola.
Se gli davano da mangiare, mangiava; se non glielo davano, se ne andava senza mangiare. Alcuni frati lo portarono a Lierganes e qui visse con la
madre e i fratelli per circa nove anni, dedicandosi a portare le lettere da un villaggio all'altro, cosa che faceva con assoluta precisione; infatti, se
gli davano una risposta, la consegnava con cura a chi di dovere.
Una volta dovette portare un documento a Santander e, invece di imbarcarsi a Pedreña, si tuffò in acqua e nuotò via, per poi tornare nello stesso modo.
Durante uno di questi viaggi scomparve e da allora non si è più saputo nulla di lui.
Ecco la storia dell'uomo pesce, che ha lasciato molta fama, e non c'è abitante di questa città che non la conosca a memoria.
Quando andate alla chiesa, prima di passare il suo ponticello, che si trova di fronte alla strada che porta alla locanda, guardate alcune
ruderi sulla sinistra: è lì che si trovava la casa di Francesco, ed è lì che viveva.
La storia dell'uomo-pesce, così come me l'ha raccontata il buon sindaco, mi è sembrata strana, e ricordandomi della
signora del palazzo, mi sono proposto di porgerle i miei omaggi e di scoprire qualcosa di più esplicito sull'evento, che, se vero, non potrebbe
essere più curioso e privo di esempio: e per non seguire questa fatale abitudine che ci domina a Madrid di rimandare tutto al domani, che sta per
arrivare, ho salutato il sindaco e, dopo avergli chiesto informazioni su dove si trovasse, mi sono diretto
verso la casa di D. Antonia, che ero molto ansioso di conoscere.
Dovetti attraversare il ponticello di cui mi aveva parlato il sindaco: vidi infatti le rovine di quella che doveva essere una misera
abitazione, anche se i resti erano così scarsi e il cumulo di pietre e mattoni così informe che non c'era nulla che
indicasse che tipo di edificio vi fosse stato, se una casa, una stalla o un recinto. Non sono riuscito a scoprire nulla al
riguardo e, nella mia curiosità, mi è rimasto questo dettaglio.
- Ragazzo! - dissi, fermando un passante che ho incontrato -
sono sulla giusta strada per andare a palazzo?
L'interrogato si tolse il berretto con il massimo rispetto e, indicando con la manina, mi disse:
- Sì, signore; vada dritto e, quando arriva a quella casa, giri a destra. Vedrete allora una casa molto grande: è il palazzo di D. Antonia.
- Grazie: addio - e proseguii, pensando all'uomo-pesce, a D. Antonia, così popolare, e al suo palazzo così ammirato
da tutti.
Avevo poco spazio da percorrere per arrivare alla fine della strada: mi trovai davanti a una casa con un'ampia facciata, di soli due piani, di
costruzione molto antica: c'era uno spreco di marmi sulla facciata. Sopra la porta d'ingresso, piuttosto grande e di
un'architettura più caratteristica di un castello signorile che di una casa, campeggiava uno stemma e, intorno, un'iscrizione così
malconcia dal tempo da risultare incomprensibile.
Bussai con il pesante battente che pendeva dalla porta, che, per la sua ferratura, dimostrava di appartenere all'epoca in cui
l'edificio era stato costruito, e subito sentii dei passi; il chiavistello scricchiolava quando veniva mosso e la porta girava sui suoi cardini che,
poco usati, producevano un rumore simile a quello dei pesanti carri che vedevo passare dal sedile della quercia.
Dissi alla giovane montanara che mi ricevette il mio desiderio di vedere D. Antonia e poco dopo, attraversando gli ampi saloni, mi trovai al cospetto
della padrona di quell'antica dimora. La signora in questione avrà avuto più di settant'anni. Era bassa, di carne regolare, con un aspetto che la neve
degli anni non aveva spento; i capelli erano bianchi; la voce, dolce; i modi, distinti.
Quando venne a conoscenza del mio racconto dell'uomo-pesce, così come l'avevo sentito dalle labbra del sindaco, volendo correggere gli errori con
cui la tradizione popolare era giunta alle mie orecchie, mi fece leggere un discorso del dotto padre Foijòo, che si intitola
Examen filosofico de un suceso peregrino de estos tiempos, nel quale,
in effetti, trovai il suddetto racconto dettagliato e corretto.
Secondo padre Feijòo, Francesco non scomparve nelle acque del Miera, ma in quelle del fiume di Bilbao, nel 1674, nella cui città lavorava come
falegname. Sicuramente apparve nelle acque di Cadice cinque anni dopo, nel 1679, e quando fu raccolto dai pescatori, pur constatando in lui uno stato
di assoluta insensibilità, non videro alcuna scaglia sul suo corpo.
L'azione dell'acqua era visibile solo nelle sue unghie: conservava il suo colore, che era bianco, e i suoi capelli, biondi e corti, come se
cominciassero a nascere. Quando fu portato al suo villaggio da un francescano di nome P. Jan Rosende, visse una vita molto
strana, perché obbediva a tutto con docilità, mostrando comprensione, ma senza esercitare le sue funzioni di volontà o di sentimento.
Fejòo ci assicura, oltre a quanto già detto, che tutto ciò è stato perfettamente esatto, e che può addirittura attestarlo, perché i resoconti provengono da persone
rispettabili come il marchese di Valbuena, D. Gaspar Melchor de la Riva Agüero, cavaliere dell'abito di Santiago che viveva a Gajano, vicino a
Lierganes, e D. Pedro Dionisio de Rubalcaba, nativo di Solares.
Questa è la storia dell'uomo pesce, una delle tante tradizioni montane che si tramandano da padre in figlio e che vengono
costantemente richiamate da chi, come me, quando visita un paese, ama conoscere non solo le bellezze che la natura gli ha donato, ma anche gli
usi, i costumi e le tradizioni, perché altrimenti sarebbe come conoscerlo solo a metà.
Questo non sarà l'unico ricordo che evocherò e traccerò sulla carta, perché ripeto che la montagna mi ispira un effetto particolare, e le sue cime di
granito, le sue valli, le sue cascate, i suoi campi di grano, le sue coste, le sue spiagge e le onde del Cantabrico sono per me indimenticabili, così
come la quercia di Lierganes, dai cui alti rami l'allegra banda di cardellini mi allietava le orecchie, mentre la mia mente
vagava nel mondo immateriale dell'ideale ed il mio cuore, allora vergine di dolore, si commuoveva di piacere.
Carlos Vievra De Abreu
Año XXXVI n. 1339
1919
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